No hace mucho sorprendí a un niño de mi familia relatando la historia de unos “monitos” que había visto no sé dónde, y hará cosa de un par de días oí en la calle, al acaso, a una niña que comparaba a su inquieto hermano con un “mono” de circo
Hace un par de meses, cuando fue arrestado -entre evidentes irregularidades- el sociólogo Miguel Ángel Beltrán, los comentaristas virtuales de las diversas publicaciones electrónicas que trataron la noticia se despacharon con toda clase de opiniones sobre el asunto
Se dejaron de trasmitir partidos de la Selección Colombia y los juegos de los equipos colombianos en la Copa Libertadores pasaron a ser programas de pacotilla, dignos de ser emitidos por los canales regionales
Veo venir para el zoológico un final de bronce y toboganes, donde las diversiones infantiles se distribuirán entre bosquecillos y estatuas de los animales que alguna vez pisaron aquel predio
Caminando por cualquiera de sus calles, tiene uno la sana sospecha de que, bajo la fronda que emerge tras los muros de los patios, duerme con dulzura algún marrano o mil gallinas buscan lo que no se les ha perdido
Hace un frío horrible en las noches y todo consuelo está en el nocturno avistamiento de las estrellas rutilantes, teniendo como almohada una gigantesca piedra fría
Los yerros de la condición humana no son marca exclusiva de ningún oficio o profesión, y los estereotipos lo único que revelan es la ramplona visión de mundo de quien los emplea
Hará cosa de veinte años que los críticos de la televisión se fueron lanza en ristre contra los programas que contuvieran alguna riña, con la idea de que los espectadores niños muy seguramente iban a replicarla a la primera oportunidad, masacrando a hermanitos o compañeritos de colegio.
Politiqueros de provincia antojados de inmortalidad, publicistas bogotanos imberbes y patriotas ecologistas han asumido el asunto como si se tratara de un concurso escolar de dibujo.
Estos jardincillos de iglesia han sido desplazados en importancia por los largos parques del siglo 21, los cuales, a pesar de su pretendida majestad, son apenas las ruinas de un concepto entrañable
El 23 de abril siempre tendrá algo de entrañable, por más que se trate de una fiesta civil ignorada por la sapientísima Ley Emiliani y rivalizada por el concupiscente Día de la Secretaria. Pero, ¿quién no tiene en la cabeza, como parte del botín de su memoria, la imagen legendaria de un acto cívico con recital poético y de las rústicas carteleras —acabadas a la media noche— con la cara larga del manco Cervantes o la barba algodonosa de Don Quijote?
Por fortuna, mis hijos nunca han sido particularmente aficionados a los muñecos de felpa, entre los que, bien se sabe, las encuestas son encabezadas por el oso
Pero aceptado que, así sea en el putrefacto subsuelo, existen novelas sobre el indio, lo siguiente es considerar lo que ocurre con los personajes nativos
No fui de los que se enteró del asesinato de las 70 aves del parque de Belén por la televisión o la prensa: aquella siniestra mañana del 10 de agosto pasé por el mismo lugar de los hechos a eso de las 8:00 a.m., y, mientras tapaba los ojos de mi hijo de dos años para evitarle algún trauma indeleble, eché un sobrecogido vistazo sobre la escena.
El ilustre francés ha de andar revolcándose en su tumba observando desde el balcón del más allá los sucesos de nuestra cotidianidad
Se cuenta, como si se tratara de un mito, que Jorge Luis Borges se sumergía en la Enciclopedia Británica a su más tierna edad y que a tal punto se entretuvo que solo ingresó a la escuela con 9 años cumplidos. Por supuesto, solo debería llamar la atención la juventud de aquel lector insigne; me temo, sin embargo, que cada vez es más posible que parezca pintoresco el formato de su docto juguete de papel. Hoy en día, cuando todo cabe y se difunde en un disco compacto -las fotografías de la última fiesta, una solemnísima tesis de grado o el juego más largo e inimaginable-, el arrume de todos los conocimientos de la humanidad ya no está al alcance de una mano que deba hurgar entre papeles sino al de la cabalgata de los dedos sobre un teclado, y los niños ven las viejas enciclopedias de sus padres como los vestigios mudos de tiempos que imaginan cavernarios.
La tradición escrita ha preparado nuestras cabezas para desconfiar de la aventura arborícola
Dado que soy encorvado sin remedio, las cosas altas del mundo transcurren sin que tenga mucha noticia de ellas y, así, una reciente pregunta de mi hija vino a recordarme una realidad infantil que hace tiempo había dejado de ver: “Papá: ¿por qué los niños se suben a los árboles?”. ¡Dios! ¡Subirse a los árboles! ¡Lo que alguna vez fue el clímax de una agitada vida de primate joven! Con infinito remordimiento acepté que me había hecho adulto y que, como tal, indolentemente, había trasladado a la categoría de “inimaginables” las cosas que antes más apetecía hacer. Que esta crónica vacacional haga las veces de penitencia por semejante desliz de la memoria.
Será una suerte de Semana Santa sin santos en que los niños tendrán que entretenerse frente a la televisión o sabe Dios cómo
Quienes administran nuestro país continuamente revelan rasgos de terquedad infantil: se empecinan en no cambiar lo que debe ser cambiado y, de buenas a primeras, modifican lo que venía funcionando bien. Su único anhelo es llevar la contraria, en virtud de que, según se ve, la impopularidad los excita. Lo digo sobre todo por la última reforma a los calendarios de la vida escolar, modificación por nadie pedida y caída desde los palacios bogotanos como una maldición: la famosa semana libre de octubre.
En otras décadas, el uso de los edificios evolucionaba con el romanticismo que hace de una cárcel un convento, o viceversa
Con sus muchas trasformaciones simultáneas, Medellín se parece hoy a la candidata al Reinado de la Belleza que, antes de viajar a Cartagena, se somete a las mil magias del quirófano estético. Y como siempre hay quien elogie las nuevas posaderas de una diva departamental o quien critique su nariz, también nuestra ciudad anda en boca tanto de quien se emociona por una nueva calzada adoquinada como de quien se lamenta por la demolición de alguna casona insigne.
No discuto la estadística, pero repudio el mal gusto de la exagerada campaña
Estamos llenos de pequeños fundamentalismos que, aunque no tengan la magnitud de las cruzadas ideológicas o las locuras etnocéntricas, amenazan la paz cotidiana de muchos ciudadanos desprevenidos. Buen ejemplo de eso es el actual estatus de las mujeres flacas del Aburrá: desde que la primera dama municipal empezó con sus carteles contra la anorexia, cualquier mujer que aparezca ojerosa o con las costillas insinuadas bajo la piel podrá ser víctima de los regaños y alarmados consejos de sus parientes y amigos, sin derecho a la réplica, e incluso se rumora que en algunos lugares no se da trabajo a las féminas bajas de peso, inmorales y pecadoras según el concepto de la buena sociedad.
Los puristas dirán lo que quieran, pero incontables fechas del calendario festivo nacional se ven turbias al lado del 15 de mayo de 1987
Aparte de la novela sobre la medalla olímpica de María Luisa Calle, la legendaria irregularidad de Santiago Botero y la maldición que acecha a Hernán Buenahora en la Vuelta a Colombia, son pocos los temas de la historia del ciclismo colombiano en el siglo 21 de los que estoy enterado. Pero como alcancé mi uso de razón deportiva en la década dorada del que alguna vez fue el deporte rey en el país -en ese entonces, el fútbol solo ofrecía las deficiencias de la Selección Colombia y una odiosa hegemonía del América-, acabé por volverme exigente y quisquilloso, y a partir de 1990, cada vez que alguien pretendía llevarme a la actualidad del ciclismo, me cruzaba de brazos y decía con gesto despreciativo: “Todo tiempo pasado fue mejor”. Y todavía lo hago, cada vez más nostálgico.
Después de las intimidades inútiles reveladas en otras columnas, en esta ofrezco algo que, ojalá, sea de utilidad para muchos: un breve manual de fiestas infantiles. Se dirá que solo los viejos pueden aconsejar, pero en este ramo de los cumpleaños ya se es viejo cuando un hijo alcanza la mayoría de edad, esto es, los cinco años: entonces uno sabe que la frase “Hagamos una cosita sencilla” es apenas un chiste.
Acabé reconociendo que “su Majestad” no era un tratamiento políticamente peligroso para un latinoamericano
Por los días en que los reyes de España estuvieron en Medellín, se conoció un feroz artículo en que Fernando Vallejo acusaba a Juan Carlos I de Borbón de ser un despiadado cazador de osos, corrupto y bueno para nada. La verdad es que la catilinaria hizo tanto efecto en mí que me sentí preocupado por la coyuntura histórica de la que surgió mi nombre, y solo descansé cuando comprobé que el monarca había sido entronizado un año después de mi nacimiento y cuando mi madre me aclaró-por enésima vez- que me puso Juan Carlos solo porque ese nombre le “sonaba bonito”. Más tarde pensé, liberado desde todo punto de vista, que la combinación ya existía en 1909 cuando la usó la madre de Juan Carlos Onetti, el magistral escritor uruguayo.
Por supuesto, importaba poco quién hubiera escrito la historia: lo interesante era lo vivido por el desdichado
Es cabalística la coincidencia de celebraciones que este año le corresponde a Gabriel García Márquez, ya recordada en periódicos y noticieros: 80 años de vida, 60 de su primera publicación, 40 de la aparición de su obra cumbre y 25 de la adjudicación del premio Nobel. Pues bien, a la cuenta le falta un dato sustancial: el medio siglo transcurrido desde que el escritor de Aracataca firmó y fechó la terminación de “El coronel no tiene quien le escriba”, librito célebre entre todos los estudiantes colombianos de bachillerato por su profano y contundente final de “Mierda”, comentado entre risas en las flacas tertulias de mi casa.
El antiguo profesor de educación física era graduado en lenguas extranjeras, y le cubría la espalda al verdadero licenciado en educación física, ocupado por estos días con la cartera de matemáticas...
No inicie la labor de embalaje con los juguetes de sus hijos
Entre las modalidades de la locura, sin duda una de las más brutales y espeluznantes es la obsesión de estar mudándose de casa. Dicen que Beethoven lo hizo casi setenta veces durante su vida, y lo dramático que eso se antoja explica, mucho más que la sordera que lo afectó desde los 32 años, la genialidad demente de sus sinfonías. Al otro lado de los casos extremos, el caracol de los refranes lleva su única casa a todos lados, exento de la condena de empacar sus trebejos.
Las emisiones de noticias de las últimas semanas han desplegado, sin avaricia, todo tipo de informes
En 1901, por los días de la malhadada Guerra de los Mil Días, la revista medellinense El cascabel invitó a varios escritores para que imaginaran, sobre el papel, lo que un soldado encontraría en su casa al regresar de la contienda.
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