Léame y reclame enciclopedia

 

El día a día no ahorra indicios de la caída en desgracia del que siglos atrás fuera el magno proyecto de Denis Diderot. El ilustre francés ha de andar revolcándose en su tumba observando desde el balcón del más allá los sucesos de nuestra cotidianidad; viendo, por ejemplo, cómo los periódicos de nuestro país han optado por enganchar nuevos suscriptores y clientes ocasionales con la carnada de fastuosas enciclopedias ofrecidas a precio de huevo o destazadas en fascículos y entregadas como una sección más al lado del cuadernillo deportivo. Pero no es solo eso: no hace mucho se presentó en el lugar en que trabajo un afeitado buhonero, ofreciéndome, por menos de cien mil pesos, dos montañas de volúmenes sobre los más célebres temas de la ciencia, el arte y la cultura universal; ante la incredulidad de los clientes potenciales, el librero aclaraba que solo cobraba el importe de dos enormes diccionarios de francés e inglés, y que, consiguientemente, el resto del lote bibliográfico era la ñapa. Es loable que se ponga en nuestras manos tanta cosa por tan poco dinero, pero inquieta ver que lo que la humanidad había considerado como el legado de toda su historia o el botín de todos sus esfuerzos ahora sea puesto en el mismo lugar de un almanaque conmemorativo, un tratamiento capilar o un cupón de descuento en una pizzería.
Habrá quién sepa sacar de los archivos informáticos más provecho que el convencionalmente destilado de un obeso volumen empolvado, pero con seguridad no alcanza esa garantía para los muchachos de colegio. Aunque muchos, en esa época de la vida, plagiamos invariablemente la enciclopedia volcando sus renglones -sobre las abejas o los ostrogodos- en nuestro cuaderno, el solo hecho de ejercer como copistas nos recompensaba con el honroso cansancio de las manos, aparte de alguna migaja de conocimiento que quedaba en nuestras cabezas. Ahora se corre el riesgo de que la luz pase a través del cristal de la memoria sin mancharlo ni romperlo: solo basta escribir “abeja” en una casilla mágica, oprimir un botón, “copiar”, “pegar” e imprimir: leer es irrelevante. Se me antoja una consecuencia aparentemente banal pero catastrófica a la postre: enteramente insospechada la vida de las abejas que tanto desveló al poeta Maeterlinck e ignoradas las técnicas de la consulta enciclopédica, hasta el orden alfabético acabará por olvidarse, y apenas será necesario saber la seguidilla de las 5 primeras letras, útiles para buscar direcciones en nuestras manzanas en escuadra (y eso si, con el tiempo, no termina prevaleciendo la práctica taxística de llamar “74 Bogotá” a la 74B, pues entonces lo aprendido tendría otra lógica: bastaría saber que después de Bogotá sigue Castor y después Dedo).
Enciclopedias de papel cosido y lomos de tapa dura: un tesoro que encarta en los tiempos de Encarta.

 
     
 
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