Mi amigo venezolano

 

A García, por supuesto
Como casi todo el mundo, yo también tengo un amigo venezolano. Lo conocí por casualidad —como siempre se conoce a la gente— y pronto se reveló como un tipo con buen humor, talentoso, de fiar y, lo mejor de todo, paciente: sin perder su sonrisa de hombre gordo ha sabido resistir aquel chiste efectista de que un venezolano es un panameño que se cree argentino. Mejor aún: ha vivido con el más puro estoicismo las innumerables derrotas de su selección a manos de la nuestra —admitió que el gol de Bustos había sido un golazo—, y cuando, en la pasada eliminatoria, un solitario gol de Juan Arango significó una histórica victoria venezolana en Barranquilla, mi hombre celebró con plena caballerosidad y poco faltó para que pidiera disculpas en nombre de todos sus compatriotas.
Como es un personaje de altas letras, nunca he podido compartir con él las impresiones infantiles que me dejaron folletines televisivos como “Topacio” y “Cristal”, en los que invariablemente había algún licenciado Arismendi con pretensiones de novio clandestino. Pero mi amigo siempre ha tenido oídos para escuchar mis reflexiones sobre ciertos clásicos de colegio, como “Doña Bárbara” de Rómulo Gallegos y “Las lanzas coloradas” de Arturo Uslar Pietri; manso y sabio, mi interlocutor ha puesto en mi cabeza el par de ideas que uno necesita para comprender ese par de novelas de la tierra, y hubo un día en que, con la modestia de quien agrega un dato cualquiera, mencionó los nombres de algunos genios literarios de los que yo no tenía noticia: Teresa de la Parra, Eugenio Montejo y Luis Britto García; recuerdo que me dijo: “Oye, si te crees lector tienes que leer ‘Rajatabla’ ”. Otro día recitamos casi hasta el sollozo un poema de Andrés Eloy Blanco —ya citado en esta columna— cuya moraleja enseña que quien tiene un hijo tiene ya todos los hijos del mundo.
Hace ya un buen rato que mi venezolano llegó a esta patria de los dos mares, y por eso no estoy en situación de darle lecciones sobre lo que él ya sabe: me basta y sobra con verificar la satisfacción con que se explaya sobre Gabriel García Márquez, el “Pibe” Valderrama y la Guerra de los Mil Días. Cuando nuestro personaje se entrega sin remordimientos a su otro yo colombiano es cuando mejor se entiende por qué se comparten con los vecinos los tres colores de la bandera, por qué nos repartimos equitativamente la cuna y la tumba de Bolívar y por qué los de este lado sentimos cierta nostalgia cuando se habla de los otros bajo el cariñoso apodo de “patriotas”. Por más que el proyecto de la Gran Colombia no fuera más que una quimera política, hoy en día se justificaría con solo pensar que sería nuestro el orgullo edénico de poseer el infinito Salto del Ángel, y suya la gloria de saberse compatriotas de Lucho Herrera y todos los escarabajos que han ganado la Vuelta al Táchira.
Desde el último domingo de noviembre he estado marcando en vano a casa de mi amigo, pero no me preocupa lo que pueda decirme cuando dé con él: aunque nuestra amistad no tiene ninguna experiencia en tensiones políticas —no nos conocíamos por los tiempos del alegato de Coquibacoa ni habíamos nacido cuando el tire y afloje del tratado limítrofe López de Mesa-Gil Borges—, sabemos muy bien que el mutuo aprecio global no pasa por la histeria de dos presidentes energúmenos. El venezolano y yo sabemos que a palabras necias oídos patriotas, y —a riesgo de un final patético— rezamos día a día el catecismo de Ana y Jaime: café y petróleo, tu problema es mi problema.

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