Vía cerrada

 

El día menos pensado acabé tomando partido por una causa defendida por gente que está al otro lado de mis simpatías: el Ministro de Protección Social -agente del pendenciero gobierno Uribe-, el delantero verdolaga Víctor Aristizábal y el escritor apátrida Fernando Vallejo. Pero mientras los dos primeros se han referido con entusiasmo, públicamente, a la vasectomía, el último hace muchas décadas viene pidiendo a gritos, como un histérico, el cese de la reproducción humana; y como yo tenía mis razones para congelar en dos el número de mis herederos, seguí el camino sugerido por tan versátiles ideólogos.
La suerte quiso que mi EPS me remitiera a Profamilia, el lugar más confiable para estos menesteres, habida cuenta de que, en materia de castraciones, el Estado suele comportarse con inmejorable eficiencia. Todo ocurrió como lo imagina el lector: una secretaria con cara -y voz- de pocos amigos, un urólogo curtido que en pocos segundos ausculta y procede sobre los patrimonios ajenos y, finalmente, un reposo postoperatorio de quince minutos en el que apenas se da, rápidamente, un consejo enigmático para tener en cuenta en casa: “Si aparece una babita no se preocupe”. Agreguemos solo un comentario para dejar a un lado el aspecto clínico de la cuestión: orgullosos al comprobar la agilidad con que pueden practicar la vasectomía, los galenos han enloquecido y, con fanatismo, se han situado en el extremo de un único día de incapacidad para el paciente; sin embargo, la víctima del quirófano, restituida en su trabajo al día siguiente por pura vanidad médica, padecerá la sensación de llevar su saco testicular prendido con alfileres.
De lo más interesante es la recepción social que se tributa a la vasectomía, actitud ambigua que deja ver, a la claras, la fanfarronería característica de la especie humana. En la prehistoria de mi decisión, cuando mencionaba que ya eran dos las criaturas que llevaban mi apellido, el interlocutor de turno asumía invariablemente una pose filosófica y paternalista y me invitaba a operarme, como si él mismo ya lo hubiera hecho o tuviera programado el procedimiento para el mes siguiente. Pero cuando uno ha pasado por el quirófano y ha clausurado ya -sin reversa, si no se tienen algunos millones de balde- las vías espermáticas, el mismo consejero de otros días mira incrédulo y, no sin cierto gesto incipiente de burla o reprensión, espeta algo como “¿En serio te operaste? ¿Y sí estabas seguro? ¡Tremendo!”. Pero nuestros críticos no salen nunca de su purgatorio de inseguridad: mientras uno ya viene de regreso, ellos siguen deshojando la margarita del sí quiero no quiero ser padre.
Aunque, después de todo, también para uno hay efectos insospechados al otro lado de la intervención. Algo así como una forma distinta de ver el mundo, en que los cochecitos, las tiendas de pañales y las mujeres grávidas -con sus invariables pescadores blancos y blusa aguamarina- aparecen como los curiosos vestigios de una era para siempre perdida. No hablo de arrepentimiento sino de la conciencia de haber pasado por un solemne rito de iniciación: uno que hace posible que, a los treinta y tres años, se empiece a gozar del privilegio de ponerse pesado con los amigos, abrumándolos con sabidurías y descripciones de cosas místicas. Porque la vasectomía no solo significa una concentración del afecto y del bolsillo paternal, sino un tema de conversación exitoso en medio de un auditorio fascinado y espantado a la vez por las decisiones radicales. Incluso el asunto puede exprimirse hasta llenar con su jugo los párrafos de la columna quincenal.

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