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Hará cosa de 2 semanas y media, la Policía detuvo varios seguidores del “Poderoso de la montaña” que llevaban un arsenal estrambótico en medio de su indumentaria de barristas: entre lo decomisado había granadas y, en general, las armas contundentes que metafóricamente faltaron a los delanteros del rojiazul en el torneo colombiano. La Policía, confundida en medio de su vanidoso entusiasmo de infalible perro guardián, puso las banderas del tradicional equipo en la mesa de las incautaciones, y de ese modo el país televidente sacó del reportaje una insospechada conclusión: la de que ser seguidor de la sufrida escuadra era un delito atroz. Supongo que envalentonado por la revelación, ocho días después, un árbitro atacó sin misericordia los intereses del DIM: habrá pensado el pícaro central que ladrón que roba a ladrón… El fútbol y su gente cuentan con tantos enemigos como amigos, y suelen ser blanco de afrentas y ataques furibundos no merecidos. Otro ejemplo que puede sumarse al precedente es lo que pasa en el Atanasio Girardot con los hinchas de otras plazas: se los saca del estadio por la fuerza a falta de 20 minutos para la finalización del partido, en un acto tan grosero de discriminación (al fin y al cabo, han comprado una boleta como todos los demás) que, supongo yo, hasta será inconstitucional. Sin embargo, queda más fácil a la Policía pretextar la potencial brutalidad de la bestial fanaticada que asumir plenamente sus responsabilidades a la hora de garantizar una democrática seguridad pública. Vale la pena referirse aquí al sonado caso Valderrama-Ruiz. Al cuitado Pibe se le ha menoscabado el derecho a salirse de casillas, y una ira acaso justificada ha querido ser vista como la causa de una trifulca de tribuna que se encendió una hora después. Aparte de eso, los reporteros y gente noticiosa en general, con el tono insoportable del que disfruta el escándalo de los defectos ajenos, han llamado la atención del mono samario echándole en cara una responsabilidad que él nunca pidió: la de ser el faro que guía la juventud colombiana. Pero todo ello es muy explicable: ante el rígido Óscar Julián Ruiz, nuestra maravilla rubia no es más que un miserable jugador de fútbol (“un vil footballer”, como espetaron sobre la cara de cierto personaje de Shakespeare). Lo paradójico es que, en el sonado litigio, el comportamiento más vergonzoso no procede de quien se ganó la vida pateando la pelota sino de quien, formalmente capacitado para desempeñarse en otro oficio o profesión, alternativamente hace las veces de juez deportivo: Ruiz; él, convencido de ser el árbitro por antonomasia en todas las cosas humanas, perdonó paternalmente al “Pibe” ante las cámaras y apeló a su fuero de cristiano, pero luego, sin duda enloquecido con la sabrosa idea de saberse un hombre intachable, demandó penalmente al futbolista. Este, mientras tanto, por lo menos se dio el lujo valiente de ser consecuente con su primera opinión: “¿Arrepentí? ¿De qué me voy a arrepentí?” En una crónica sobre sus días como juvenil arquero, Albert Camus confesó que gracias al fútbol había aprendido mucho sobre la condición humana. Pero de eso no debe colegirse que el “deporte Rey” sea practicado por pillos redomados que delatan su maldad en el plano de una competencia animal; lo que conviene pensar es, simplemente, que en el fútbol se reúnen todas las actitudes potenciales del primate erguido, y que en las canchas y graderías hay también gentes altruistas, desinteresadas, sosegadas y filósofas pugnando por hacer sociedad al lado de otras almas salvajes o atormentadas. Del mismo modo, la oveja inocente y el lobo hipócrita comparten reclinatorio ante su Cristo.
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