La muerte niña

 

A muchos de los convocados se les ocurrió que el desdichado combatiente encontrara vacía la cuna de su hijito, muerto de hambre, frío, soledad o mala suerte durante el tiempo de la ausencia. Cuando se cumplió un centenario de aquella edición, la Universidad Eafit preparó la segunda, y entonces las añejas imágenes parecieron los símbolos de una desesperanza que el fatigado siglo 20 se había encargado de confirmar. Lo cierto es que, solo porque el lector promedio de este periódico puede echar un ojo distraído sobre estas páginas mientras pone los pies sobre una mesa y moja su boca con cerveza, la muerte de un niño parece apenas un símbolo; en verdad, y para nuestra desgracia, siempre ha sido una realidad incontrovertible.

Es enteramente lamentable que, al banquete de infancia con que se han solazado la violencia y la pobreza en las últimas décadas, ahora venga a sumarse la fatalidad. No es necesario estrujarse los sesos para entender de qué se trata, pues las emisiones de noticias de las últimas semanas han desplegado, sin avaricia, todo tipo de informes sobre las siamesas que no sobrevivieron a la operación que buscaba separarlas, el niño que fue absorbido a través de la hambrienta rejilla de una piscina cartagenera y -entre muchos otros- aquel menor que, no se explica uno cómo, se ahorcó en el abrazo letal de su propia camisa. Enterarse de la muerte ajena será siempre una experiencia de solemne sobrecogimiento, pero cuando es un niño quien expira, lo que se siente es casi inexpresable; se me ocurre decir, apenas, que hasta el ser más desalmado se siente desamparado sobre el mundo.

Parecen ser los poetas los únicos que saben de qué se trata la experiencia siniestra de la muerte niña. En una página de su lúgubre “Tala”, Gabriela Mistral trata de imaginar, con convincente impotencia y conmovedora desesperación, lo que pasa con las jóvenes carnes muertas: “¿Borrándose como dibujos / que Dios no quiso reteñir / o anegadas poquito a poco / como en sus fuentes un jardín?”. Mucho más espantadizo, el poeta venezolano Andrés Eloy Blanco toma lección de los infortunios infantiles y plasma su profundo terror ante la posibilidad de que la desgracia alcance a los niños vivos; en la cima de la angustia, en cualquier niño en peligro cree ver su propio hijo: “Cuando se tiene un hijo, se tienen tantos niños / que la calle se llena (…) y es nuestro cualquier niño cuando cruza la calle / y el coche lo atropella / y cuando se asoma al balcón / y cuando se arrima a la alberca”. ¿Y cuando, como ocurre con este columnista e incontables lectores, se tienen dos niños? El poeta, previsivo, lo sabe perfectamente y lo revela sin vacilación: “Y cuando se tienen dos hijos / se tienen todos los hijos de la tierra, / los millones de hijos con que las tierras lloran”.

Hace dos semanas, al llegar a la casa de mi suegra en busca de mis hijos, supe que mi benjamín estuvo a punto de caerse a la calle desde una alta ventana; resbalaba “sin prisa pero sin pausa” entre la reja y la pared, y solo porque su primo de siete años y con problemas de lenguaje -la vida es irónica- pudo dar el aviso, la tragedia se evitó. Tuvimos suerte. El problema es que no todos la han tenido y no todos la tendrán en el futuro. Paz en la tumba de los nuevos ángeles.

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