Alma de piedra

 
Por: Juan Carlos Orrego
El Peñón de Guatapé -el tema lo pide la agonía de estas vacaciones-, sorprendente por su fastuosidad natural, igualmente llama la atención por su destino de cosa sometida al capricho humano. Basta ponerse a sus pies para vivir lo primero, aunque también resulta significativo saber que los antiguos indios tahamíes adoraron sus lomos de elefante negro e infinito. La verdad es que habría que tener corazón de piedra para no sobrecogerse ante el monstruo mineral: pulido y arrogante, los 2.135 metros sobre el nivel del mar a que llega su cima le permiten gobernar el amplio valle sobre el que se aquieta el embalse del Peñol, y algo de venerable sabiduría de viejo le imprimen sus blancos sudores minerales y el cabello mustio que forman las plantas dementes de su cima.
La memoria popular recuerda que, gracias al sermón de un cura retador, la piedra tuvo sus Hillary y Tensing, esto es, quiénes la escalaran -como los otros lo hicieron con el Everest-: en efecto, Luis Eduardo Villegas, Pedro Nel Ramírez y Ramón Díaz se pararon en su cima el patriótico 20 de julio de 1954, valiéndose, en el ascenso, de vigas de madera incrustadas entre las grietas del gigante. Antes de la hazaña, lo mejor que la mole había inspirado no iba más allá de la acuarela hecha por Henry Price en 1852, durante los viajes de la Comisión Corográfica dirigida por Agustín Codazzi. Por lo demás, el simplismo agricultor le asignó por mucho tiempo una categoría de estorbo o verruga que recuerda el odio con que Tomás Carrasquilla veía al cerro El Volador; “¡Quién te pudiera cortar a cercén, como un lobanillo!”, pudieron decir, a coro con el escritor de Santo Domingo, muchos campesinos de Guatapé.
La relación tranquila entre el hombre y la piedra se quebró cuando esta reveló sus dotes de diva turística, hinchados con la construcción de la represa hacia los años setenta. Una absurda torre fue levantada sobre la cúspide como una especie de altar mafioso, y hoy en día no se sabe qué molesta más: si la inoportunidad de esa extravagancia arquitectónica o si el mugroso desamparo en que se encuentra, convertida la obra negra del edificio en una cacharrería de quinta categoría. Mientras tanto, las discretas escaleras se han extendido más allá de la grieta natural, y un ramal más largo de lo conveniente comienza a abrazar la piedra hasta conectar con un altar mariano, catedral de las diversas vírgenes alojadas entre las estériles paredes. En los mismos pies de la infinita masa, la pasión imbécil de un alma cavernaria perpetró el que, casi, es el peor de los ataques humanos contra la piedra: el dibujo gordo y deforme de un escudo de Nacional.
No se discute que el mayor adefesio está en las letras que empezaron a ser esculpidas en los años ochenta. El desespero de la gente de Guatapé ante la terca tradición de nombrar la piedra como “del Peñol” llevó a que, como si se tratara del lápiz de un escolar, se la marcara como propiedad del municipio con nombre de cacique. Cuando el sentido común se impuso contra aquel gesto de posesiva locura, una “G” y la primera columna de una “U” ya habían sido escritas, y -desgraciadamente- con una firmeza que dos décadas después deja ver los garabatos como las marcas indelebles de un rostro quemado. Sólo por milagro la roca no está coronada hoy por una torre al servicio de la telefonía celular, su cuerpo no está envuelto en la espiral de un tobogán gigante o su vientre no está vestido con un aviso gigante de Coca-Cola.
Con todo, la diosa mineral se mantiene en pie y con aliento, y esa terquedad es sin duda otro de los atributos que adornan a esta víctima -entre tantas- del mal gusto humano. Pero es obvio que tanta paciencia santa apenas cabe en una roca.

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