Indios de papel

 

Los conquistadores, al poner sus pezuñas en América, inauguraron una lógica de exterminio y desprecio de lo indígena que aún se mantiene vigente: hoy en día, menos del 2% de la población colombiana corresponde a gente indígena propiamente dicha, y casi toda ella vive al margen de los privilegios y en el centro del desprestigio. Sin embargo, no otra cosa habría de esperarse: el mismo Bolívar ―por algunos conocido como “mi amo”―, cuando la patria vivía apenas su infancia, dictó leyes contra los aborígenes sin importarle que muchos de ellos hubieran vertido su sangre sobre el rozagante arbusto de la independencia.

La historia de la literatura criolla es fiel indicadora de esa malhadada animadversión nacional. Inicialmente, considérese que las obras dedicadas a la vida indígena han sido reducidas a un frustrante anonimato, sólo roto eventualmente por escritores como José Eustasio Rivera ―cuyos indios, en todo caso, no alcanzan la nitidez de los caucheros mestizos― o William Ospina ―a quien, en virtud de su erudición de tuerto en país de ciegos, se ha alargado licencia para pronunciarse sobre cualquier cosa―. Lo demás es monstruosamente gris: un desfile de nombres insospechados y nada vecinos al recuerdo llenan el inventario de la literatura de tema indígena, cuyos sellos editoriales no son más conocidos: desde Iqueima hasta Quingráficas, pasando por El Guarracuco Blanco, se disputan el valiente honor de haber editado lo que nadie quiere leer.

Pero aceptado que, así sea en el putrefacto subsuelo, existen novelas sobre el indio, lo siguiente es considerar lo que ocurre con los personajes nativos: la mayor parte del tiempo son pincelados como una humanidad sucia y miserable ―en “La vorágine”, por ejemplo, la chicha de un hatajo de guahibos desgreñados es un brebaje mortificante―, cuando no ocurre que se los trata como a los representantes de una refinada crueldad o una invencible molicie: así ocurre en la tradicional “Lejos del nido”, en que dos personajes aborígenes, por su maldad infinita y su bestialismo insensato, más parecen lobos que hombres. Los antioqueños, gozosos ante semejante parábola, la han llevado a la televisión y han alargado las ediciones del libro hasta el siglo 21; incluso, los familiares del etnocéntrico y prejuiciado Juan José Botero se han reunido no hace mucho ―con todo y escarapelas para identificarse― para celebrar la infame fama de su pariente. Lo que sí queda claro es que el novelista de Rionegro no es el único con una paja en el ojo: en páginas de muchos de sus colegas, los indios son seres genéticamente tristes, enfermedad ambulante, necesidad convertida en ciego salvajismo o ―de acuerdo con la “Los hombres invisibles” del fallido Mario Mendoza― fantasmagoría inverosímil.

Pablo Neruda, a pesar de su militancia a favor de las causas justas, expresó en alguna de sus páginas que los españoles se habían llevado todo pero que habían dejado todo, refiriéndose al castellano. Nada más que un juego de palabras: toda lengua es la medida de lo que necesita ser expresado, y el Nobel chileno se hubiera sentido igualmente pagado de sí mismo si el vehículo de su poesía de colonizado hubiera sido el chino mandarín o el sánscrito. No: los conquistadores no dejaron nada, y dentro del saco del hurto iba la posibilidad de que un indio plasmara una novela en su lengua nativa; consecuencia de ese asalto es que un indio wayúu de nuestro días, de nombre Jacobo Solano Cerchiaro, haya publicado no hace mucho la italianísima novela “La maldición de Fiorella Moratti”.

El papel ha soportado la desgracia india: la literatura lo falsea, en billetes y escrituras se materializan los despojos de que es víctima, y una Constitución taimada finge conocerlo.

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