Medellín de cartilla

  Por: Juan Carlos Orrego  
 
A mí tampoco me gustaba Montecristo. Pero mis razones poco tienen que ver con los argumentos esgrimidos últimamente por el Secretario de Cultura de Medellín: tengo ligado el recuerdo del show del veterano cómico con la memoria de la hora de sobremesa en casa de mi abuelo, caracterizada por un persistente olor a sancocho, la tristeza de la llenura pesando sobre todos y mis cuatro tíos ahogados en tinto, aplastados en sendas sillas y sin la menor intención de proponer algún entretenimiento genuino para cuatro sobrinos entre los 11 y 13 años. Por eso no participo del montecristismo de última hora, que en parte no pasa de ser una nueva manifestación del mismo delirio provinciano con que otros defienden el talento arqueril de René Higuita, sintiéndose ofendidos como hidras ante cualquier amago de crítica.
Sin embargo, nada de esto oculta la imbecilidad moralista del, hoy por hoy, tristemente célebre Jorge Melguizo. Condenar a Montecristo porque se burlaba de este o aquel ciudadano -o, mejor, modalidad de ciudadano- significa no solo no tener idea de los materiales con que se hace el edificio del humor, sino probar que se cuenta con la peor disposición para administrar los asuntos de la cultura ciudadana. ¿A quién puede gustarle un funcionario público con voz de cartilla de colegio -de arrogante maestro de urbanidad con olor a confesionario- que cree saber cuáles son los caminos correctos de la moral? Porque además de abogar por los derechos de las comunidades caricaturizadas por el “desalmado” humorista, el secretario condenó el himno antioqueño por parecerle poco ecologista. Si nadie le pone freno, Melguizo mandará a pulir los bigotes de Carrasquilla, quemará los libros del alcohólico Mejía Vallejo y sugerirá a sus colegas de Bolívar que vistan a la India Catalina.
Las últimas administraciones que han regido los destinos de Medellín, con todo y que las adornan innegables virtudes, han mordido el anzuelo de su propia vanidad. Convencidas de que su gestión significaba el fin de la politiquería oficialista, se sintieron tan pagadas de sí mismas que llegaron al exceso en su tarea redentora, y de poner en marcha razonables proyectos -de justo o gran calado- pasaron a los sermones y nalgadas. Recuérdese, por ejemplo, cómo en la administración Fajardo fue desterrada la cerveza del estadio Atanasio Girardot en cumplimiento de no sé qué versículo bíblico, y cómo, allí mismo, en razón de una infatuada campaña pedagógica que buscaba martirizar a hinchas pecadores, se les obligó a estarse sin gorra bajo un inclemente sol de finales de junio. También, por influjo de esa regencia, en la ciudad se despreció a las muchachas bajas de peso, y casi se las acusó de premeditada anorexia.
Los sabios de la filosofía política dijeron, hace ya mucho tiempo, que el Estado no debe ocuparse de la moral, y que lo suyo es, con las fríos libros de la ley en la mano, conciliar los diversos intereses que cruzan la sociedad. No lo entendieron así los fanáticos gobiernos conservadores que, hace ya muchas décadas, repartieron prebendas y sanciones desde el púlpito y según el olor a hostia que percibieran en las bocas ciudadanas. Pero tampoco lo entienden, por lo visto, nuestros gobernantes “alternativos”: convencidos de que su cívica visión del mundo es la medida de lo razonable o, peor, la justa expresión de la mejor filantropía, han tomado el zurriago contra todos los que pisan el césped, se pasan de copas en las fiestas de Navidad o fuman después del almuerzo. En lo que respecta a tales convicciones, mucho tienen que aprender nuestros “revolucionarios” burgomaestres de ciertos caciques políticos, igualmente rancios sin que importe el rojo o azul de su plumaje, y cuyos triunfos se han apoyado en un astuto patrocinio de las debilidades humanas.
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