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Las tribulaciones inician cuando el homenajeado decide qué monigote de las historietas será el motivo decorativo de su fiesta. Aunque el comercio está lleno de alternativas, desde el blandengue Pooh hasta el más arrogante superhéroe, los niños son ingeniosos al punto de dar con lo que no se consigue y, así, acaban inclinándose a favor del cangrejo de la Sirenita, un ratón ayudante de Cenicienta o cualquier remoto personaje de reparto de las tiras cómicas. A veces, en el colmo de la buena suerte, los afanados progenitores encuentran una piñata con la forma del bicho solicitado, pero entonces será imposible hallar el resto de la utilería con el mismo emblema: “Ay señor, platicos de eso sí no tenemos”. Lo recomendable es forzar al niño a cambiar de parecer -no sé cómo- o intentar complacerlo con adornos de procedencia clandestina y de la peor categoría. Los padres se mortifican pensando qué comprar para componer las sorpresas de los niños invitados, y se empeñan en dar con alguna cosa de precio módico, útil y de buen gusto. Como la solución suele ser la misma, las niñas de Medellín ya no tienen dónde colgar un bolsito más, mientras que las repisas de los niños amenazan con caerse bajo el peso de mil dinosaurios de pasta. Toda preocupación es vana: los niños disfrutan solo con la expectativa, y un cuarto de hora después de la repartición los dinosaurios yacen abandonados en el suelo como un ejército emboscado, y muchos bolsos, usados como raquetas, se han echado a perder. Buen amigo: compre cualquier cosa para las sorpresas con tal de que no sea cortopunzante, y no se haga cargos de conciencia por la equívoca calidad de los presentes; tome lección de la piñata, la cual, rellena con la más inservible quincallería, es el clímax de todas las fiestas de niños. La celebración tiene lugar solo por dos razones: para que el mocoso sea feliz y porque es la costumbre. Hay que olvidarse de majaderías como la integración de la familia y otros buenos propósitos. No es verdad, como han sugerido los antropólogos, que un matrimonio cree una alianza entre dos familias; en realidad se trata de una alianza entre dos individuos a pesar de sus respectivas familias, y esa tensión se escenifica entre las serpentinas: los familiares maternos del festejado murmuran escondidos en un cuarto, mientras el grupo del padre rodea la mesa de la torta como una parvada de celosos cuervos. Solo hay afinidad entre las abuelas, quienes, esclavizadas en la cocina, cometen el error de olvidar a algún miembro del bando contrario en el reparto del helado o la cena. Por su parte, los niños ensayan odios inéditos a raíz de los resultados del “Póngale la cola al burro”. ¿Pensó usted que hacía una fiesta exclusivamente infantil y que no le iba a comprar trago a nadie? De algún bolso surgirá invariablemente, entre aplausos, una botella de aguardiente, y en torno suyo cundirá la negra fama de la avaricia. La noche anterior al festejo acomode unas cuantas cervezas en la nevera, y no se preocupe si sobran: cuando todo haya acabado -incluso su propia casa, convertida en las ruinas del Cuzco- le sobrarán motivos para echarse un par de tragos encima.
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