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El cuadro era desolador: una pila de palomas y tórtolas desgonzadas amenazaba con tapar la estatua del Libertador, mientras un redondel de vecinos impotentes agachaba la cabeza mascullando sabe Dios qué oración, conteo o maldición. Al otro día, el principal diario de la ciudad tachó de “intolerante” al demente que arrojó el maíz ponzoñoso: un calificativo posiblemente más apropiado para el hincha que se sale de casillas y propina un coscorrón a algún rival o para el energúmeno que termina una discusión a los puñetazos, pero, en honor a la verdad, ya es demasiada tolerancia llamar apenas “intolerante” al anónimo criminal aviar. Lo cierto es que las palomas, sus primas las tórtolas y cualesquiera otras criaturas aladas que tengan su morada en los frontispicios y otros recovecos eclesiales no las han tenido todas consigo, pues incluso han despertado tentaciones oscuras en los mismos ensotanados. No hace mucho, el purpúreo monseñor Rubiano cercó con alambres punzantes algunos parapetos de la Catedral Primada de Bogotá, en lo que parecía una insensata y sacrílega cacería del Espíritu Santo. En el mismo sentido, una historia contada por Roberto Bolaño, difunto escritor chileno, deja ver que buena parte de los capellanes europeos se aficionaron a la cetrería con la esperanza de que sus halcones combatieran las miles de palomas que acostumbraban dejar su cagajón sobre las iglesias, milenarias joyas de la arquitectura católica. Por supuesto, damos por descontada la inocencia de los ministros de Nuestra Señora de Belén en el caso que nos agobia; sin embargo, los precedentes ejemplos dejan el mal sabor de boca de que el intento policial de dar con el Campo Elías ornitológico es tarea vana, si aún los propios siervos de Dios han tirado, alguna vez, la primera piedra. Nos intoxica un antropocentrismo abominable y putrefacto. Una sábana manchada por un insignificante disparo de mierda celestial o un inesperado recuerdo canino en un jardín parecen ser, en los tiempos que corren, razones suficientes para el sacrificio animal. Sin embargo, lo aterrador no es tanto el hecho de matar al inocente enemigo cuanto la actitud del verdugo, quien se tiene por un auténtico redentor de la civilización y siente la tentación de que otros se enteren de su alto conocimiento en cosas humanas y del loable pragmatismo de sus acciones, que cree positivamente encaminadas hacia el bienestar común; una clase de asesino que, puedo jurarlo, es lector devoto -y neurótico- de la famosísima “Urbanidad” de Carreño. Finalmente, ante las aves caídas manifiéstese también el pesar de una tragedia simbólica. Nuestra patria, que reivindica el apellido Colombo del descubridor de América, indirectamente consagra lo que aquel apellido reivindicaba a su vez: la paloma, “colomba” en buen italiano. Una suerte irónica señaló para nuestra tierra enferma un emblema tan sublime, pues, aparte de la masacre del parque de Belén y de las púas de la Plaza de Bolívar, nuestra historia no ha hecho otra cosa que caricaturizarlo: son muchas las décadas que ha sido usado, en banderitas, para implorar una paz que a nadie interesa y que es apenas pretexto para diabluras políticas. Más lúcido fue quien pensó, para nuestro escudo, en un voraz cóndor de los Andes, ladrón de ovejas y patrón de gallinazos.
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