Vade retro, San Valentín

  Por: Juan Carlos Orrego
El pasado 14 de febrero, mientras desayunaba frente al televisor, me enteré de lo muy institucionalizado que anda el día de San Valentín en Colombia. Como yo no soy un portento en cuanto a actualización -siempre me entero tarde de todo: por ejemplo, cuando me enteré de la “chuzada” del Presidente ya lo habían “chuzado” dos veces-, es posible que esa consagración se hubiera dado un par de años atrás o algo así. En todo caso, hoy en día no cabe duda de la aceptación que tiene la celebración en Colombia: los titulares de la sección de ocio y farándula de RCN y Caracol -esa triste cristalización de la “opinión pública”- anunciaron con bombos y platillos el bendito día, y más tarde, en las sacrosantas instalaciones académicas del “Alma Máter” descubrí los millones de volantes con que las discotecas de moda anunciaban una fiesta de San Valentín con todo y ganga alcohólica.
Los lectores entenderán que un columnista debe pronunciarse contra este tipo de entusiasmos de última hora, pues el crítico de costumbres tiene siempre la obligación de chistar contra las modificaciones o, si es el caso, contra lo que se conserva (todo con el fin de que haya tema cada quince días). Pero esta vez no se trata de un fantasma o de un lío inventado al paso: de verdad, a lo que se asiste con el San Valentín es a otra de las concretas derrotas de nuestras costumbres e idiosincrasia frente a los usos estadounidenses. Esto del “Día de los enamorados” deja ver claramente el sinsentido de la influencia: algo que ya teníamos se ve desplazado por su correspondiente versión foránea, haciéndose evidente que lo que hay de por medio es un cambio de estilo y no -lo cual sería menos odioso- el aporte de algo que no se conociera y que en buena medida se necesitara, como les ocurrió a nuestros remotos antepasados con la rueda.
¡Réquiem por el “Día del amor y la amistad” y el juego del “Amigo secreto”! Aquello que antes fue un solemnísimo rito del afecto, una afortunada coyuntura para vencer timideces y todo un aliciente para soportar la austeridad de un mes sin fechas festivas -especialísimo fin de semana, tan preñado de emociones y regalos como una fiesta de reyes-, hoy es visto como un anacronismo de escuelita, una mala idea de papás babosos y un pretexto para la burla por parte de los jovencitos discotequeros. Mientras tanto, el San Valentín poco tiene de fiesta familiar, y tampoco convoca al colectivo puro de los amigos; más parece una oportunidad para privadas sesiones alucinógenas, borracheras babilónicas y humedades clandestinas, y todo ello disimulado con una flor regalada al estilo gringo: con exhibicionismo y costosísimo buen gusto.
Acaso este lamento peque por desmedido conservadurismo; no lo descarto. Pero mi ira -que, ya que me puse mojigato, quisiera pensar como una “ira santa”- se desató hace un par de semanas, cuando asistí al velorio de un sobrio prohombre. Ocurrió que, en medio del recogimiento del acto y del antiguo dolor de una esposa consagrada y venerable, la sala fue invadida por una turbamulta de extravagantes ramos, todos aderezados con flores de un chillón exotismo que no es fácil imaginar -incluso me parece recordar que, en medio de esa selva obscena, dos plantas carnívoras se peleaban la carroña de un abejorro-. Dígase lo que se quiera, la muerte necesita de sus apagados símbolos para -la paradoja es inevitable- ser vivida como debe ser. Y, ¿adivina el lector el porqué de aquel inoportuno bosque encantado? Ocurre, simplemente, que la muerte debe soportar las sobras de la orgía. Se trata de las lógicas comerciales y estéticas de un febrero artificiosamente enamorado, convertido por los floristas en un mes de carnaval internacional: todo un TLC de los sentimientos corrompiendo las emociones y sobresaltos más genuinos del corazón. Vade retro, San Valentín.

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