Los adultos ya no vemos los árboles como escaleras servidas hacia el cielo sino como los describen las páginas de la botánica, es decir, como una decorativa e intocable composición de raíz, tallo, ramas, hojas, flores y frutos. Con inconsciente mezquindad, censuramos la figura caótica de un árbol que tenga alguna rama baja, y deseamos la poda de lo que, en últimas, es el flamante primer peldaño de un magnífico castillo infantil. Otras veces arrugamos el ceño ante la maniobra juvenil de arrancar o derribar los frutos, como si se tratara de la más terrible profanación y como si pensáramos que solo los pájaros tuvieran el derecho de comer esa hostia jugosa (siendo honestos, solo resulta un poco más malvado aquel monstruo que no hace mucho, en Bogotá, disparó una escopeta contra el furtivo e inocente cazador de una naranja). La tradición escrita ha preparado nuestras cabezas para desconfiar de la aventura arborícola: en el famoso “En la diestra de Dios Padre” de Tomás Carrasquilla, la Muerte paga cara la imprudencia de trepar en un aguacatillo, y en la novela “Gran sertón: veredas” del brasileño João Guimarães Rosa, un muchacho que retozaba en un árbol es cazado y devorado por un ejército famélico que lo confundió con un mico; mientras tanto, hablan por sí solas las páginas del Génesis que relatan los infortunios de Adán y Eva luego de mordisquear una manzana. |
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