Fatalismo animal

  Por: Juan Carlos Orrego  
 
El otro día me preguntó mi hijo, con toda la intriga que cabe en una cara de tres años, si las hienas existían. Al principio lo tomé como la típica y original ocurrencia de un niño, pero luego entendí que lo suyo era una inquietud auténtica, con angustia incorporada: al tanto de las simulaciones perfectas del cine y la televisión —donde todavía vuelan los pterodáctilos y los gorilas miden veinte metros—, mi vástago quería cerciorarse de que su nuevo animal preferido fuera algo más que un fantasma. El episodio me hizo pensar que una visita al Zoológico Santa Fe podía servir como lección general para que aprendiera a distinguir los animales reales de los que son, apenas, delirios de Hollywood. Va, a continuación, la triste reflexión que me dejó aquel paseo.
No hace mucho, un columnista de este periódico se dejó venir con un apasionado panegírico sobre nuestro zoológico citadino, y, aunque su entusiasmo neoliberal ante el autosostenimiento del parque no me dejó del todo tranquilo, encontré más o menos justos aquellos aplausos a la administración del asilo animal. Sin embargo, de cara a los vacíos cognoscitivos de mi hijo, algo me llamó la atención en aquella columna: la idea de que antes había pocas especies y que ahora, para nuestra bendición, hay una deliciosa multiplicidad. Mi impresión es la contraria: a mi pobre infante no le fue dado conocer el elefante africano, los obscenos chimpancés, el perezoso león ni el imponente búfalo africano, criaturas, todas ellas, que pude ver en mis excursiones colegiales de hace un cuarto de siglo. Y tampoco pudo llegar mi benjamín a una conclusión última en aquel asunto de las hienas, aunque le quedó el consuelo de disolver otra de las dudas que perturbaban su sueño: si los animales hablaban; acabada la ronda por las jaulas, me dijo con serena erudición: “Entonces los animales no hablan; los animales ugen”.
Nacido en los días del mayor furor ecologista —en buena parte necesario, no lo discuto—, mi hijo tendrá del zoológico una visión irremediablemente melancólica, pues la hacienda faunística será para él —como lo es ya, para mí— un paraíso en imparable bancarrota. No cabe en la cabeza de nadie que las especies más exóticas —o, en fin, las más célebres de las enciclopedias— tengan renuevo en las jaulas del barrio Santa Fe: en muchos lustros de visitarlo lo único nuevo que he visto quizá sean cinco o seis ranas fosforescentes, y mientras tanto los espacios inhabitados aumentan como una epidemia de bostezos. Obviamente, hoy por hoy es inimaginable salir a cazar jaguares para hospedarlos entre barrotes, y es harto improbable que se repita otra Operación Jaque con cusumbo huérfano a bordo. La verdad es bien distinta: al fresco charco zoológico ya no hay cauce que lo alimente, y por eso su destino es el de la desecación. Los animales, una vez cadáveres y ungidos en el rito del embalsamamiento, migrarán poco a poco a las silenciosas salas del Museo Universitario.
Por supuesto, no se trata de endilgar culpas ni llamar a una demente cacería de animales. Lo que hay en estas líneas es apenas una literaria queja —una elegía, si se quiere— ante un destino inevitable. Lejos del entusiasmo de la columna mencionada, veo venir para el zoológico un final de bronce y toboganes, donde las diversiones infantiles se distribuirán entre bosquecillos y estatuas de los animales que alguna vez pisaron aquel predio. Y eso, en el mejor de los casos: quiera la Madremonte que el lugar no devenga en centro comercial o parqueadero; sería insoportable que, con toda la ironía del caso, de la querida selva de nuestros días quedara apenas un nombre como “Tatabra Plaza”, “Mall La Anaconda” o “Aparcadero el Oso de anteojos”.

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Publicado en la edición 383, febrero 1 de 2009
 
 
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