Haciendo el oso

  Por: Juan Carlos Orrego
En un reñido concurso de imágenes —entre otras la de un edificio del batallón Bomboná “en átomos volando” y las de la sentimental misión selvática colombo-venezolana—, al final terminó imponiéndose, como la más enérgica de mis vacaciones, la de un oso pardo gigantesco que justificó la visita al desabrido American Circus. La monstruosa criatura, erguida sobre sus patas posteriores, llevaba un balde colgado de una de sus inmensas zarpas y amenazaba, de lo puro alto, con romper la carpa circense; a sus pies maniobraba con delicadeza un larguirucho adiestrador, quien, aunque en otro contexto hubiera pasado por basquetbolista rumano, ante el magnífico oso parecía un enano de cuento.
En “The Bear”, una breve novela casi insospechada, William Faulkner narró el maravillado sobresalto de un cazador novato ante un oso enorme que se erguía entre un bosque de abetos: el animal, “esculpido en la cálida luz moteada del mediodía verde y sin viento, (…) nunca iba a cesar de elevarse, cada vez más alto”. Nada de esto recuerda, ni remotamente, aquella afrentosa expresión “hacer el oso”, frase alevosa y demente que supone, para el majestuoso plantígrado, un risible estatus de farsante puesto en evidencia. La explicación del insidioso dicho está justamente entre coloridas carpas y sobre la arena circense: en los gestos con que los payasos rusos trataban de imitar a los osos eurasiáticos. Que, ante los estragos causados por esas tres palabras, después no se discuta el poder que el lenguaje tiene sobre nuestras impresiones y sentimientos: el oso, a pesar de su pelaje de leyenda, su cabezota, sus garras de récord Guiness y una altura que en los ejemplares de la isla Kodiak, levantados sobre dos patas, puede alcanzar los cuatro metros, debe soportar ser puesto, en el escalafón de las simpatías infantiles y televisivas, tras el cobarde león africano: un redomado holgazán cuyos vergonzosos secretos hace rato fueron puestos en evidencia.
La noche que estuve en el circo no solo cavilé sobre la inagotable estatura de la peluda bestia: también sobre la singularidad de su presencia en Medellín. Parecerá trillado, pero es imprescindible verdad que muchas cosas inauditas se visten con el barato disfraz de lo rutinario e incluso de lo posible, y pasan desapercibidas ante nuestras narices; una de ellas es la presencia de un oso piramidal en un valle que solo conoce perros famélicos, edificios aporreados por el trópico, agencias de telefonía celular y universidades de garaje. Un oso. Un filósofo cavernario, hosco e implacable. De nuevo las palabras de Faulkner: “un anacronismo indomable e invencible surgido de un tiempo ancestral y muerto, un fantasma, compendio y apoteosis de la antigua vida salvaje”. Otros se conmueven con la visita de un Papa.
Por fortuna, mis hijos nunca han sido particularmente aficionados a los muñecos de felpa, entre los que, bien se sabe, las encuestas son encabezadas por el oso; porque ahora, más que nunca, soy consciente de la patraña representada por esos ositos simpáticos, blandos y desprovistos de hormonas que pretenden representar, en las cálidas noches de cuna, la alegría de la naturaleza. Pero, ¿por qué tienen qué ser símbolo de algo esas risibles caricaturas? Esos monigotes de trapo lo que hacen, más bien, es correr un velo sobre ciertas formas brutales de la vida, ellas, en sí mismas, símbolos de otros gestos y golpes formidables del destino, y cuyo conocimiento acaso resulte más útil, profundo y pedagógico que la tierna figura de una mascota cinematográfica. La cartilla del padre de familia pide más zoológico y menos Winnie The Pooh.

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