No tengo información exacta, pero creo no equivocarme si asevero que hoy por hoy en Colombia, desde Punta Arena (Guajira) hasta Atacurí (Amazonas) y desde Punta Arusí (Choco) hasta Macauní (Guainía) existen mal contadas cuatro docenas de escuelas o academias de cocina y gastronomía o viceversa, las cuales se han abierto a diestra y siniestra con facilidad pasmosa, llegando a convertirse en auténtica epidemia; nada que hacer: actualmente las escuelas de cocina brotan como los espárragos y los alumnos cocineros saltan como las crispetas (para cualquier lado). Tampoco tengo información exacta, pero me atrevo a asegurar que, considerando los alumnos de cocina que tiene el Sena en sus 27 regionales y aquellos de las cuatro docenas de escuelas referidas, la población en Colombia de estudiantes cocineros puede estar frisando las ocho mil tocas*.
Obviamente, estos indicadores numéricos no por altos significan calidad. Todo lo contrario. Da tristeza constatar la desilusión de millares de estudiantes al ver la precariedad de las instalaciones físicas, la obsolescencia de los equipos, la ausencia total de diseño y -por ende- de ventilación de las cocinas, hacinadas por el sobrecupo, y en donde cuatro quemadores son para 10 estudiantes, una plancha asadora es para 15 estudiantes y la clase de langostinos es completamente teórica. ¿Total? Una exquisita estafa. Necesariamente, debo reconocer que existen 10 escuelas en el país con estupendas instalaciones físicas, cocinas y equipos bien dotados, mercado de langostinos, queso manchego, champiñones y aceite de oliva para cuando la receta y el curso los requieren y, claro está, un valor de semestre académico cercano a los siete ceros.
De todo lo anterior, lo único que merece destacarse es la democratización de los estudios culinarios en Colombia y la evolución de las expectativas profesionales en los jóvenes de diferentes clases sociales, dado que aquello que durante muchos años solo fue “un oficio para conseguir coloca” en los sectores populares, se ha convertido en la ilusión del éxito empresarial en los jóvenes del estrato seis. Así las cosas, llevamos 10 años en que gran parte de las escuelas, sus profesores y sus alumnos han estado obnubilados por la “farándula gastronómica” y por esa razón todos hablan, concursan y pontifican sobre la gastronomía colombiana, pues asumen que cocina y gastronomía son una misma cosa. Es esa rápida utilización de términos lo que nos ha llevado a un patético galimatías… todos opinan y nadie acierta. Aclaremos: cocina y gastronomía son dos categorías conceptuales emparentadas, pero no son gemelas; la manera como se llega al conocimiento de cada una de ellas exige un recorrido de experiencia vital completamente diferente el uno del otro. Se pude ser cocinero sin ser gastrónomo, se puede ser gastrónomo sin ser cocinero y se puede ser cocinero y gastrónomo a la vez… asunto que retomaré en mi próxima columna.
*Toca: gorro que caracteriza el oficio del cocinero.
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El pasado 1 de mayo, con la carrera de 10 kilómetros Corre Mi Tierra, en la que participaron más de 2.300 corredores, se empezó a crear la expectativa sobre el festival familiar Vibra Mi Tierra. El encuentro, en su tercera versión, reunirá el próximo 31 de mayo, 1 y 2 de junio, agrupaciones independientes de gran proyección en el Orquideorama del Jardín Botánico de Medellín. Pearo no es solo la música lo que interesa a nuevos y viejos visitantes. El festival tendrá muestra comercial de diseñadores creativos, variedad de restaurantes locales, cata de cerveza y una zona exclusiva de juegos para niños.






























































Según Astrid Velásquez, la importancia de asistir a la prejornada radica en que allí se podrán identificar los problemas que afronta El Poblado en cinco áreas: Educación, cultura, participación, recreación y deporte; salud, inclusión y familia; servicio a la ciudadanía; hábitat, movilidad, infraestructura y sostenibilidad; desarrollo económico e internacionalización.



En total se trata de cuatro ceibas. Tres de ellas están dentro del proyecto civil y una más se encuentra aledaña al Banco de Occidente, en la zona peatonal de la Avenida El Poblado. Estos árboles ornamentales, que como el samán son preferidos como centros de parques públicos, son de la especie pentandra, ofrecen magnífica sombra, por eso la importancia de su conservación. 
John Castles (Barranquilla, 1946) ha sido reconocido muchas veces como el introductor y representante más puro del Minimalismo en el arte colombiano. Vinculado con las ideas arquitectónicas y urbanas que, tras las bienales de Coltejer, predominaron en los jóvenes artistas antioqueños a cuyo grupo pertenecía, John Castles dio un salto fundamental, que le permitió a los escultores abstractos colombianos reconocer pero al mismo tiempo liberarse de las líneas de trabajo de los grandes maestros de ese arte en el país, Eduardo Ramírez Villamizar y Edgar Negret. Más adelante, a finales de los 80, lo mismo que para los minimalistas de todo el mundo, este ascetismo creador de John Castles se abre también al mundo de lo orgánico y sensorial.













































































