Creía que mi abuela había inventado el arequipe
En mi casa, en la de los familiares y en las de los amigos de mi niñez no se hacía el arequipe, por lo que yo deduje que mi abuela era la inventora y poseedora del secreto de cómo hacerlo
Los recuerdos más “dulces” de mi infancia están relacionados con la casa de mis abuelos, ellos habían dado lugar a una familia numerosa compuesta por 14 hijos, 56 nietos y un número creciente de biznietos; era por lo tanto, una casa muy visitada en donde siempre había algo “dulce” para picar.
Con tanta gente entrando y saliendo y a la vista de ciertas debilidades familiares, el dulce tenía que estar resguardado en un sitio que solo conocían algunos iniciados. Sitio que para el caso del “gran dulce” (el arequipe) era un recipiente cónico de vidrio, colocado encima de la nevera y rodeado de papayas y piñas que disimulaban su presencia. Había además dulces de menor categoría y más accesibles a la mano, como eran por ejemplo: el arroz con leche, el cernido de guayaba, el dulce de tomate de árbol o el dulce de moras.
Mi abuela asistía diariamente a unas 12 misas, empezaba su ciclo a las 5 y media de la mañana en la Basílica Metropolitana, a eso de las 8 regresaba a casa para desayunar con mi abuelo; a las 9 y media partía nuevamente para la iglesia de la Veracruz donde permanecía hasta eso de las 11 y media atendiendo a una nueva tanda de misas. A esa hora regresaba al hogar para prepararle el almuerzo a mi abuelo. El llegaba puntualmente a las 12 y 45 minutos, ni uno antes ni uno después, generalmente acompañado de un aguacate maduro que traía en sus manos y envuelto en un periódico.
Mi abuelo regresaba a las 2 de la tarde a su fotografía, que era su oficio. En ciertos días, no bien él salía, mi abuela ponía en el fogón una gran paila de cobre, seguramente comprada a principios del siglo 20 a unos gitanos que pasaron por Medellín. A la susodicha paila agregaba leche, azúcar, un poco de bicarbonato y una astilla de canela, sacaba luego un imponente mecedor de madera de naranjo y empezaba a revolver este menjurje durante varias horas y con mucha paciencia, hasta que consideraba que ya tenía el “punto” deseado. Lo dejaba enfriar, lo pasaba al mencionado gran recipiente, lo cubría con un paño y lo escondía en el lugar sagrado reservado, como dije antes, a la gula de algunos iniciados.
En mi casa, en la de los familiares y en las de los amigos de mi niñez no se hacía el arequipe, por lo que yo deduje que mi abuela era la inventora y poseedora del secreto de cómo hacerlo; esta ilusión me duró hasta que cuando yo tenía como 8 años, un tío estuvo a Cali y trajo como gran novedad una caja de Manjar Blanco, que todos dijeron “esto sabe a arequipe”, acabando a renglón seguido con una de las ilusiones de mi niñez; aunque no faltó quien denostara de éste dulce diciendo: “es como el arequipe, pero también lleva arroz”, lo que lo convertía automáticamente en una arequipe de segunda categoría.
Pero de todas maneras yo conservaba la idea que el arequipe y el manjar blanco eran una especialidad culinaria colombiana, no compartida ni descubierta por nadie en la tierra. Ilusión de grandeza que desapareció cuando ya adulto empecé a conocer otros países o culturas culinarias.
Encontré al manjar de leche en Ecuador, Venezuela y Perú, hallándolo posteriormente en Chile, un día en Brasil me ofrecieron Manjar de Leite, luego en México me invitaron a comer como postre Cajeta, y finalmente me convidaron a dulce de leche en Argentina y Uruguay. Si usted pregunta hoy en cualquiera de estos países por la procedencia de este dulce en todos lados le dirán: ¡Es nuestro y no es conocido en otra parte!
Una vez aceptada con dolor esta realidad de no tener la exclusividad del invento, empecé a buscar en antiguos libros de la cocina española los orígenes del arequipe o de sus primos cercanos y lejanos, sin ningún resultado que me diera una pista que me llevara al origen; deduje entonces que este plato excelso provenía de la suerte: una cocinera que se quedó dormida cocinando leche con azúcar, y que cuando despertó encontró el fondo oscurecido, entonces buscó un cucharón y empezó a mecer la mezcla obteniendo así el primer arequipe/manjar blanco/manjar de leche/manjar de leite/cajeta/dulce de leche o como quiera que se llame, pero que era una especialidad de la cocina americana.
La ilusión me duró poco, un día por casualidad caí en una serie de recetas francesas que explicaba como hacer la “confiture de lait”, una especialidad de la región de Normandía que se hace siguiendo el mismo procedimiento que se utiliza para sus primos de América y que es altamente apreciada en Francia, donde se ofrece como exquisitez en sitios gourmet. Allí decidí dejar de buscar nuevos primos en Europa.
Pero la semana pasada encontré un primo bien lejano, llamado “blancmange”, plato proveniente de los albores de la Edad Media, que estaba hecho con leche, azúcar, gelatina y era saborizado con almendras y que antiguamente se preparaba intercalando piezas de pollo, palomas o perdices, y que posteriormente, en el siglo 15 o 16, se convirtió en un postre al prepararlo sin las piezas de carne.
En este punto decidí suspender mi búsqueda, aceptando que mi abuela no inventó el arequipe, pero que si era la autora ¡del mejor que he conocido!
Buenos Aires, septiembre de 2009.
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