
/ Carlos Arturo Fernández U.
El pasado 31 de mayo, el Museo del Prado de Madrid inauguró la más completa exposición de la historia para conmemorar los 500 años de la muerte de El Bosco, uno de los pintores más extraños y sugerentes de todos los tiempos. El artista holandés, que habría nacido hacia 1450, fue sepultado el 9 de agosto de 1516 y, por tanto, debió morir, quizá, ese mismo día o, a lo más, la víspera de su entierro.



Un hecho claro es la época en la cual trabaja El Bosco, entre finales del siglo 15 y comienzos del 16. Son esas las décadas en las cuales llega a su punto más alto la obra del Renacimiento que, a partir de Italia, extiende las ideas de una lógica racional y sistemática que se revela en la perspectiva como imagen del mundo, y predica que el arte es una ciencia, una forma de conocimiento que tiene base matemática. Hoy diríamos que el Renacimiento es la cultura dominante y políticamente correcta.

Quizá, como dice Onfray, El Bosco se atreve a pensar lo impensable y nos invita a seguirlo. Estos infiernos y paraísos no hablan a la razón sino a la intuición; no quieren enseñarnos cómo es el mundo sino cómo es el interior del hombre; no se limitan a la lógica de un espacio geométrico sino que se sumergen en los ámbitos ilimitados de las emociones. Es lo impensable. No hay un adentro y un afuera que nos permita identificarnos por oposición. Somos una mezcla indescifrable. Pero estas imágenes, imposibles de pasar por alto o de olvidar, nos obligan a reflexionar y quizá, como creía El Bosco, nos ayuden a cambiar de vida. Es arte, por supuesto; pero, sobre todo, es moral. Una voz extraña que se atreve a rechazar los valores que se imponían como universales.
La página web del Museo del Prado permite una amplia visita a esta exposición de El Bosco, analizando cada una de sus partes y las principales obras expuestas. Vale la pena visitarla, aunque sea así, de manera virtual.
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