En una columna salpicada con apuntes de humor, Juan Carlos Orrego, columnista de Vivir en El Poblado, habla de esta modalidad de obsequio que muchos novios, quinceañeras y hasta quienes celebran su primera comunión están sugiriendo cada vez más en las tarjetas de invitación. No sólo hay anotaciones graciosas, sino que también hay una postura personal del autor sobre el significado de los regalos y de las celebraciones familiares.
A causa de cierto paternalismo hacia la mujer que hace tiempo está de moda, se vienen repitiendo en los estadios las pésimas actuaciones arbitrales de Adriana Lucía Correa sin que nadie parezca tomar nota de sus yerros. No hace falta ser muy malicioso para sospechar que esa negligencia tiene que ver con el género: se la trata con especialidad por tratarse de una dama, sin importar que, con ello, se patrocine la mediocridad. Muchos no ven en Adriana un árbitro común y corriente -lo que sería de elemental justicia- sino algo así como una simpática mascota cuya única gracia es correr de aquí para allá con pantalones cortos. Pregunto yo: ¿A eso se llama una justa valoración de lo que puede hacer una mujer?
En este oficio de emitir opiniones es forzoso hacer de abogado de todos los diablos o dioses, pues, si se abandona uno a sus convicciones férreas, poco habrá para decir: no sé si Dios existe, los hombres son estúpidos y la única ciencia verdadera es pasar el rato. Cuando se trata de pensar sobre el papel, lo que uno escribe sobre las cosas depende de poco más que la humedad del ambiente, y después de varias decenas de columnas es imposible recordar qué se ha dicho de tanto asunto suelto, de modo que ser inexpugnablemente coherente resulta ser empresa solo para elegidos. Vaya un ejemplo de la opinión “variable y ondeante”.
En mi conciencia está claro que he hecho lo posible por no hacer de esta columna un espacio de comentarios futbolísticos o algo por el estilo, pero no es culpa mía que en los últimos meses se hayan producido tantas y tan singulares noticias relacionadas con la pelota pecosa: un atentado contra el entrenador campeón de América, un título continental ganado por los jóvenes de nuestro terruño, la canonización popular de tres futbolistas metidos a náufragos (usted, estimado lector, sabrá que sobre todo esto nos hemos pronunciado) y, ahora, el asesinato de un desesperanzado hincha del Santa Fe a manos de sus propios compañeros de tribuna. Además, si desdeñara estos temas me vería obligado a echar mano, supongo, de asuntos tan grises como las contiendas del Congreso, las operetas del proceso de paz y quién sabe qué otras zarandajas de esas que tanto interesan a los ejecutivos pero que a mí, debo decirlo, me aburren tanto como el ballet.
Una vez estuve en el Cementerio San Pedro y sufrí un pavoroso escalofrío al ver, adornando lo que debía ser la bóveda de un niño, a un sonriente pero siniestro Mickey Mouse; adivinaba uno que los padres, en medio de su astronómico dolor, habían querido llevar hasta el nicho de su hijo a quien acaso había sido su mejor amigo, su héroe o, quizá, un símbolo del almita de la criatura. La visión era tan conmovedora que se olvidaba uno de la naturaleza farandulera del ratón, y de ningún modo se percibía que se violara la silente solemnidad del cementerio. Sin embargo, en los días que corren, otros monigotes, decididamente más profanos, han invadido con toda desfachatez la casa de los muertos, llenando de bulla y aplausos un aire que debería estar ocupado solo con el untuoso amén de los dolientes.
Para nadie es un secreto que el fútbol goza de la peor fama entre la mayoría de las “gentes educadas”, quienes ven del famoso deporte sólo su escoria: las turbas de hinchas que despedazan ventanales, los millonarios contratos que hacen pensar en trata de humanos, los jugadores achicharrándose bajo un sol africano por culpa de los horarios televisivos y, cómo no, las travesuras dementes de algunas estrellas que, en su tiempo libre, disparan tiros al aire o destruyen costosísimos automóviles. Umberto Eco, abanderado de los críticos ilustrados, escribe que “el fútbol ha estado desde siempre relacionado, para mí, con la falta de sentido y con la vanidad de todo, y al hecho de que el Ser no pueda ser otra cosa distinta a un hueco”.
En mi cabeza hay un recuerdo de cuando yo tenía cuatro años y medio: de regreso de un paseo —creo que a La Pintada— voy en un carro con mi familia y, cuando vamos pasando por un puente, por el radio del vehículo se escucha la noticia de que el Papa ha muerto. En la memoria me ha quedado sólo ese vestigio sin rostros de aquel histórico episodio de 1978 en que, en menos de dos meses y medio, tres papas se sucedieron en la silla de San Pedro. Mi mamá tuvo que explicarme, años después, que aquel Papa muerto en el paseo había sido Paulo VI, pues, a su vez, ella recuerda que la misteriosa muerte de Juan Pablo I se la notificó mi papá al salir del baño, recién afeitado y en toalla.
A mi hija le va bien en eso de dormir, y a sus casi tres años ha desarrollado una especial sensibilidad por el tema, de modo que la visión de una persona dormida –espectáculo soso a más no poder- le parece el fenómeno más inquietante de la naturaleza. Devanando todo el asunto, resulta que lo que más llama su atención es el bulto de algún vagabundo a quien no le ha quedado otro remedio que echarse a dormir en cualquier césped o acera, sin ninguna posibilidad de intimidad dada la inaudita proliferación de transeúntes sobre la Tierra. Mi hija, entonces, me pregunta por qué el buen hombre de turno se ha recogido en un lugar tan inhabitual (no lo pregunta de ese modo, se entiende: que ni siendo la hija de Rufino José Cuervo). Yo le respondo cada vez con una frase que, de lo puro ingenua o tierna, un día de estos va a hacerme llorar: “Porque no tiene casita, bebé”.
Algunos lectores de esta columna constataron que en diciembre andaba yo un tanto amargado, quejándome por el poco espíritu navideño que creía ver en todo mundo y quizá, sobre todo, en mí mismo. Pero ahora estoy seguro de que no se trata de un espejismo, y que es verdad que los ánimos generales andan por el suelo. Mi gran argumento es la fría recepción que tuvo el título suramericano de la Selección Colombia sub-20.
El acomplejado Franz Kafka decía que odiaba, pues lo aburría, todo aquello que no tuviera que ver con la literatura. Singular expectativa, y a raíz de ella puede juzgarse lo muy antikafkiano que resulta el mundo de hoy, cuando para millones de personas lo más detestable que puede aparecer en sus vidas es un libro de literatura.
Además de que fue una desgracia enrarecida, la de los hinchas de Atlético Nacional dejó de ser una desgracia propiamente dicha cuando voraces asaltantes, tres días después del subtítulo, dispararon contra el cuello de Luis Fernando Montoya: entonces ya poco importaba si un equipo de fútbol había cerrado el año como campeón, segundo o colero, y lo único que podía caber en la cabeza de cualquiera era, con toda frustración, que el nuestro es un país maldito. Se siente uno como, según escribe Efe Gómez -a quien andaba leyendo yo el día de los disparos-, se sienten los hombres ante las desgracias impensadas: “desamparados en un universo sin gobierno, sin rumbo, que fuera dando tumbos en medio de abismos de injusticia y de dolor”.
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Este seriado fue publicado entre abril de 2003, la edición #248, y mayo de 2004, la edición #272. Tenga en cuenta que el salario mínimo legal vigente hasta el 31 de diciembre de 2006 es de $408.000, y que el subsidio de transporte es de $47.700
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