Los y las mujeres

 

 



Los y las mujeres

Según entiendo, de lo que se trata es de que la mujer pueda elegir libremente ser una cosa o la otra

 

No hace mucho leí un artículo de María Cristina Restrepo sobre la exposición de retratos femeninos organizada por Suramericana. La comentarista, en el subtítulo del opúsculo, apunta que los rostros, actitudes y trajes de las mujeres dibujadas “revelan represión”. Yo, la verdad, no tengo ojos para tanto -finalmente soy miope en irremediable progresión- y lo único que veo es mujeres sentadas con las manos en el regazo, matronas rodeadas por sus hijos, los rostros serios y alineados de parejas luctuosas y una que otra libertaria desnuda. Pero represión, lo que se dice represión… Sin duda, hace falta estar bajo el efecto de algún entusiasmo especial para llegar a esa conclusión, y ya me imagino que en este caso algo tendrá que ver ese entre alucinógeno y cruzada justa que es el feminismo.

Por supuesto que la historia y las sociedades han perpetrado incontables barbaridades contra las mujeres, y pedir reparación de tanto estrago es imprescindible. Pero en el caso de nuestra comentarista de retratos hay otra cosa; no dudo de su buena fe, pero me parece que ve al Diablo donde nadie lo ha puesto, revelando que, en esto de la “justicia y reparación” de los crímenes contra la mujer, se miden los matices apenas sospechosos con la misma vara que se usa con las evidencias concretas. Un ejemplo riesgoso servirá para explicarme mejor: es indudable que hay intereses mezquinos tras la publicitada imagen de la mujer flacuchenta, pero de ahí a concluir como
concluyen la Alcaldía y su grupo de trabajo- que se trata de “un argumento político de dominación” posiblemente haya una distancia enorme. Se me viene a la cabeza una típica frase de agenda, en este caso de Antoine de Rivarol: “El déspota que solo ve viles carneros y el filósofo que solo ve altivos leones son igualmente necios y culpables”.

Es insoportable que, en nombre de la mujer liberada, se venga a sospechar de la vida tranquila de muchas que nunca se sintieron con cadenas. El ala fanática del movimiento reivindicatorio parece haberse convencido de que la única manera como la mujer puede vivir dignamente es estudiando en la universidad, ocupando cargos ejecutivos y manteniendo su soltería como un botín y, así, ve con desprecio la vida de las matronas amas de casa, las que eligieron criar una numerosa camada de hijos y aprender todos los secretos de la regencia de cocina. Según entiendo, de lo que se trata es de que la mujer pueda elegir libremente ser una cosa o la otra. E incluso puede que el asunto no sea tan romántico y que, a la hora de defender de acusaciones a las artesanas de la cena hogareña, convenga hacer ver que, en el caso de las profesionales liberadas, también hay presiones que obligan a elegir unas mismas cosas y moldes que se repiten, con monotonía, aquí y allá. ¿Algún analista tendencioso piensa que todas las amas de casa son amantes frustradas, carne de látigo, prisioneras de su propia casa y marionetas del capricho de un estúpido señor marido? Pues bien, antes que ver eso es más fácil percibir que infinidad de jóvenes feministas, por ejemplo, han cambiado su conversación cotidiana por un frío discurso conceptuoso, fuman para ser vistas, terminaron con su novio por considerarlo un gusano despreciable, llevan el pelo corto y piensan que sus santas y sometidas madres no han hecho otra cosa que pagar el precio de su ignorancia. ¿No habrá también allí -me pregunto- un argumento político de dominación?

La necesaria defensa de la mujer ha llegado, en ocasiones, a excesos ingenuos que poco ayudan al éxito del movimiento. El más notorio de esos deslices es aquel de ponerse a pelear contra el lenguaje, que eligió englobar la naturaleza femenina y la masculina en una sola fórmula por pragmatismo y no por interés de mortificar a nadie. Pero hay quien pierde el sueño porque se habla de los colombianos y no de las colombianas (incluso conocí a quien escribía “los y las costumbres”). Mientras tanto, nociones fundamentales como vida, muerte, patria y tierra son femeninas, y a ningún varón se le ha ocurrido protestar por ello. Bien se dice por ahí que quien ve la paja en el ojo ajeno no ve la viga en el propio: quienes creen que el idioma niega la diversidad en sus artículos se desquitan limitando el concepto de “género”, pues, en nuestros días, lo que se conoce como “estudios de género” no es otra cosa que estudios sobre la mujer. ¿Y el género masculino? ¿Acaso será una diablura política pedir su reconocimiento?

Que me apedreen si esa es la sentencia, pero yo lo único que veo es que la bandera del despotismo cambia de mano.

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