Negar el derecho de los homosexuales a contraer matrimonio es un empeño tan absurdo como aquel de los conquistadores españoles que negaron la existencia de alma en los indios, y, como esta empresa, la otra acabará fracasando más temprano o más tarde, estrellada contra la muralla del sentido común. Es inconcebible que un estado que se reconoce laico y democrático no pueda zafarse aún de esa obsesión vaticana que en otros momentos de su historia lo llevó a celebrar concordatos mojigatos y a proclamarse, incluso, como el “País del Sagrado Corazón”. Así, el grueso de nuestra sociedad se desvela por garantizar la continuidad de la especie con el mismo frenesí que ha inspirado en los papas la proscripción de condones y píldoras, entusiasmo que ahora le lleva a asustarse ante la posibilidad de las uniones “estériles”. Y sin embargo, nadie protesta contra esas yuntas de hombre y mujer que, como un principio de fe, han declarado que es un error superlativo tener hijos (gentes que, cuando van a casa de los amigos que sí los tienen, pisan sin compasión los juguetes de los nenes ajenos), y apenas ahora se escuchan reclamos contra los padres que tuvieron hijos solo para flagelarlos con alambres de púas.

Quien ve el mundo con ganas de totalidad y con el anhelo de establecer consenso a las patadas difícilmente entenderá que quien desea un estilo de vida alternativo no aspira, necesariamente, a imponerlo en todo el orbe. Que dos hombres o dos mujeres decidan vivir juntos bajo la bendición de un cura o notario no será un impedimento para que la mayoría de seres humanos prefiera combinarse del modo convencional, garantía suficiente para que la humanidad siga avante en su proliferación roedora a lo largo y ancho del planeta. Pero incluso si, jugando a las hipótesis, se pensara en un momento del futuro dominado por una mayoría de nupcias homosexuales, los que se inquieten por la salvación de la especie podrán estudiar en la mitología griega o suramericana cómo las amazonas (icamiabas en su versión local) se las arreglaban para perpetuarse sin hombres, o podrán ir a las páginas de la etnografía mundial para repasar las técnicas del matrimonio entre mujeres -o, si se quiere, del matrimonio entre un vivo y un fantasma- vigente en alguna comunidad africana. Hombres con mujeres, mujeres con éstas, hombres con aquellos u hombres con gatos son, como quiera que sea, gestos igualmente culturales, escandalosos solo si se usan anteojos morales que, dígase lo que se diga, poco tienen de absolutos y sí mucho de arbitrarios y relativos.

Es verdad que, a un lado del embrollo constitucional, muchos homosexuales han fundado sus hogares bajo la figura de la santa unión libre. Sin embargo, aún el más informal de los maridos o esposas “legales” sabe que su vida cambió irremediablemente -para bien o para mal, claro está- una vez que pasó por el rito matrimonial. A eso llaman los antropólogos “eficacia simbólica”, persuadidos de que no solo de pan vive el hombre sino también de su nombre y significado. Tanto como las proteínas, el calcio y el oxígeno, el ser humano necesita entregarse a símbolos y ritos para sobrevivir, y es a una permanente hambruna de ese maná a la que se quiere condenar a aquellos que decidieron enamorarse de un modo distinto a como lo han indicado los concilios de la Iglesia. Pero el mundo se extiende, también, más allá del atrio.

jorrego@geo.net.co


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