Tal y como lo prometí en mi última columna dedicada a aquellas palabras del mundo culinario que tienden a desaparecer, hoy el tema de esta crónica estará dedicado cariñosamente...
M. aquí: un delicioso destartaleRetaqué con un postre de jalea de guayaba acompañado de discreto gorgonzola Así tal cual M.aquí es el nombre del restaurante y bar que mi...
¡Pilas! La cocina peruana no puede ser una moda másLa actual cocina peruana es un auténtico Potosí gastronómico Hace 20 años nos llegó la cocina mejicana, luego la tailandesa y...
El encanto que tiene la comida...Cuando es el chef quien lo atiende a uno Nunca voy a olvidar cuando en un restaurante cuya cocina estaba completamente a la vista de...
Cali culinarioFui cautivada por el sancocho de gallina Hacía mucho rato que no le daba rienda suelta a mi glotonería y el fin de semana pasado estuve a mis...
De muy buen saborRecados e intrigasEn los años que llevo escribiendo esta columna son muchas y variadas las satisfacciones que he tenido por haber logrado que muchas recetas de...
¿Dónde será la próxima frijolada del maestro Botero?En Antioquia existen frijoles Restrepo, frijoles Jaramillo, frijoles Londoño, y así de la a a la zeta La receta auténtica de los...
En mi columna anterior titulada ¿Dónde paramos? hice un recorrido –a vuelo de pájaro- de las múltiples posibilidades para mecatear o tanquear que ofrece la carretera de Las Palmas desde Chuscalito en la variante, hasta Cantaleta en Don Diego. Seguramente omití algunos y no entré en detalle sobre sus ofertas, pues mi intención era resaltar la gran cantidad de lugares que permiten ser visitados para degustar desde una simple empanada hasta el más suculento churrasco. Finalicé el periplo mencionado en las partidas de Don Diego, es decir en la bifurcación de esta carretera hacia La Ceja y Rionegro, pues una vez se toma la ruta de Llanogrande, las cosas son a otro cantar en materia de buena mesa.
Soy otra colombiana más que goza del privilegio de haber conocido el fenómeno político -único en el mundo- de aquello que yo llamo “costeño socializado”. Fue en el año 1998 que visité la radiante Cuba en plena temporada del mundial de fútbol transcurrido en Francia. Recuerdo que para la final (Francia versus Brasil) alquilé un taxi rumbo a las playas de Varadero en donde tenía reservaciones en un hotel para ver el partido en su bar con pantalla gigante y mojitos a granel. Mi pretensión de viajar en taxi desde La Habana hasta Varadero, obedeció a mi permanente espíritu de mecateadora sobre la ruta, encuéntreme en donde me encuentre. Se trataba de un recorrido de 2 horas aproximadamente; convencida de poder disfrutar en el camino de sorpresas culinarias revolucionarias, salí de mi hotel habanero sin desayunar, pues pensaba arrasar con todo lo que se me atravesara en el camino. Mi ingenuidad de pequeña burguesa hizo que llegase a mi destino con una avenita azucarada entre mis tripas y pare de contar. ¿Conclusión? Viajar por las carreteras de Cuba exige fiambre.
Los buñuelitos de Leonor De la edición impresa (Edición 323)No estoy acostumbrada a recibir llamadas de personas de alto turmequé y mucho menos de personas quienes por uno u...
Durante mis años de joven revolucionaria fui muy recatada en la utilización del término “imperialismo”, termino que se le endilgaba a toda acción proveniente del Norte asumida entre nosotros bien por la vía de la alienación, bien por la vía de la imposición. Hoy el imperialismo ha caído en desuso lingüístico, pero eufemísticamente hablando su homólogo es “globalización”, el cual se utiliza indistintamente por mentes parlantes de izquierda y de derecha sin ninguna frontera conceptual para su utilización. En otras palabras la globalización se metió en todas partes, y nuestra cocina, y más aún nuestros hábitos alimentarios, están sufriendo sus embates. Sin lugar a dudas -y sobre todo en el último siglo- las aspectos culturales que determinan los cambios generacionales siempre se han materializado de manera contundente en asuntos tales como el vestido, la música, el lenguaje y la sexualidad; pero es desde mediados del siglo 20 que un osado cuarteto de recetas foráneas empieza a abrir la brecha conducente al desarraigo de nuestro mecato criollo: sán-duche, perro caliente, hamburguesa y pizza, las cuales en un principio son recibidas con honores, pero con el correr del tiempo y sin proponérselo se convierten en las responsables de una alienación gastronómica que hoy tiende a borrar completamente las raíces de nuestro fogón.
{mosimage}No me cabe la menor duda para afirmar: El Retiro es uno de los pueblos de Antioquia que posee una de las más bellas carreteras de entrada a su cabecera municipal. A diferencia de muchos otros municipios, en el caso de El Retiro una vez se llega a la glorieta de La Fe, la carretera que lleva al visitante en dirección a la plaza principal del pueblo es un hermoso camino que permite divisar a lado y lado arborizadas laderas, ríos y quebradas que evocan el más clásico almanaque de paisaje regional. Se trata de un recorrido en donde el último de ellos es en línea recta y sobre el cual desde hace muchos años la municipalidad ha adecuado pequeños kioscos, los cuales durante todos los días de semana se encuentran disponibles para el uso y disfrute de cualquier cristiano; cada uno con su propio asadero y suficientes canecas de basura circundantes. Este último kilómetro paralelo a remansos de agua y árboles longevos lo llaman “el parque lineal del amor”.
Pertenezco a la privilegiada generación de Mayo del 68 y del festival de Ancón. Guardo en mi memoria los desayunos que en calidad de estudiante disfrutaba en cada una de las dos ciudades. Las veces que visité la Ciudad Luz, casi siempre desayuné en cercanías del Palacio de Versalles; en Medellín lo hacía dos o tres veces por semana en el Salón Versalles de Junín. Si bien existía una gran diferencia de sabores, la verdad, el menú mañanero era el mismo en las dos partes: café, croissanes, mantequilla y mermelada. Hoy después de muchos años traigo a colación estos recuerdos porque de manera espontánea me he visto sentada en un lugar que si bien pertenece totalmente a nuestro mundo paisa, su entorno me transporta -guardadas las proporciones- a mis desayunos parisinos.
Ni yo misma lo podía creer. Me he puesto a revisar mis archivos de estas crónicas y jamás le había dedicado una línea a Doña Panela. Mejor dicho, quince años sin pararle bolas a uno de los bastimentos más importantes de nuestro recetario, el cual hace presencia entre nuestras pailas y calderos desde mediados del siglo XVI cuando la caña fue traída por los españoles y sembrada por nuestros parientes africanos. ¿Qué tal la cocina antioqueña sin esta caña?; me niego a imaginar nuestro diario transcurrir sin azúcar, sin ron, sin aguardiente… sin panela. Así es la vida, todo aquello que nos es tan obvio y cotidiano, pasa desapercibido entre nosotros. Ya mismo me propongo sacarme el clavo para reivindicarme con este producto, el cual a quienes le sacamos especial provecho, no nos puede faltar ni en el mercado, ni en la cocina.
Con el respeto que me merece esta disciplina mental y esperando no herir susceptibilidades en quienes lo practican con absoluta pasión y beneficio, voy a referirme a una práctica de reposición de energía y espíritu anímico que nada tiene que ver con el respetable yoga de origen hindú, pero que al final de cuentas quienes la practicamos lo hacemos con resultados análogos… me refiero a la placentera siesta, asunto totalmente subestimado por la gastronomía, pero tan importante como los vinos, las salsas, los jamones y los quesos. Es un hecho, en asuntos de gastronomía no todas sus reflexiones son alrededor de la comida. La gastronomía también se ocupa de asuntos exógenos tales como el tabaco, la propina y la siesta. Sobre los dos primeros ya me he referido en crónicas anteriores, razón por la cual hoy me entrometeré con la polémica siesta.
Toda ciudad que se ufana de ser ciudad, goza de unos lugares ubicados de manera muy particular en donde sus habitantes de la noche y sobre todo los amantes de ver despuntar el sol con botella en mano, logran regodear sus excesos etílicos y su hambruna mañanera con una oferta de platos no muy santos, o mejor dicho, nada convencionales con respecto a su desayuno cotidiano. En el Medellín de hoy y desde hace muchos años pululan en sus 4 puntos cardinales verdaderos entables ambulantes con energía pirateada, mesas con butacos y parasoles, en donde los amanecidos de fin de semana logran saciar su hambruna con una serie de propuestas bastante lejanas de nuestras tradiciones regionales en aquello que llamamos desayuno paisa. Es un hecho, actualmente quien desee menguar su apetito o catalizar sus tragos, encuentra en los lugares referidos cosas como las siguientes: salchipapas y salchiquesos con salsa rosada, perros calientes con repollo y viruta de papa, hamburguesas con cinco salsas diferentes, arepas de queso rancio embadurnadas de leche condensada, chuzos de pollo, Pony Malta, Gatorade, Red-Bull y otras tantas bebidas todas de garantizada acción reenergizante. Nada hay para hacer, esa es la cultura gastronómica de la generación del reguetón y merece su respeto.
Comienzo por poner en claro que yo soy de las que a la mazorca tierna del maíz la llamo chócolo a sabiendas de que muchos coterráneos la llaman choclo. No sé que opinarán los entendidos, pero para el tema que voy a considerar me da lo mismo referirme a chócolo que a choclo ya que el sabor final de sus preparaciones no cambian si lo llamamos de una u otra manera. Vamos al grano: en mi anterior columna (Sopa de cura en vereda) hice referencia a las torticas de chócolo que en muchas familias antioqueñas se involucran en la receta de la sopa de arroz; referencia que motivó a más de un conocido o colega para solicitarme que escribiera alrededor de tan conspicua receta. Como pasa con la gran mayoría de nuestras preparaciones, pretender la existencia de una receta estandarizada es algo bastante utópico pues las versiones y procedimientos cambian de familia en familia convirtiéndose en un asunto de infinitas variables; sin embargo me atrevo a opinar que existen 3 propuestas fundamentales a saber: tortica de chócolo sin nada; tortica de chócolo con quesito y tortica de chócolo con cebolla junca picada. No se trata de tomar partido sobre la mejor… me fascinan las tres y acompañadas de suero costeño son auténtica maravilla culinaria. Pero la verdad de todo este asunto es que en la cocina colombiana existen innumerables recetas con base en la mazorca tierna y con los más disimiles resultados tanto de sabor como de consistencia. Es así como podemos hablar de sopas, cremas, salsas, buñuelos, tortas y pasteles y con la moda e imaginación de los nuevos cocineros en nuestro medio he degustado deliciosos helados derivados de la joven mazorca.
Hasta hace pocos años funcionó en las partidas de La Fe (Municipio de El Retiro -Oriente cercano) el restaurante Casa Verde, en cuya carta aparecía esta sugestiva propuesta. Tengo entendido que se trataba de un plato estrella con una gran demanda, pues una vez el mesero explicaba a quien solicitaba los detalles de su composición, el comensal de turno indefectiblemente quedaba prendado. La sopa en cuestión era una sencilla sopa de arroz, cuyas arandelas, o mejor dicho, cuya guarnición la convertían en algo verdaderamente majestuoso, pero de laboriosa preparación. Más de una vez me senté a manteles en el restaurante referido y saboreé la susodicha sopa, la cual en todas las ocasiones generó comentarios culinarios de mis eventuales acompañantes, pues se trataba de un plato que todo el mundo conoce, el cual, a la hora de la verdad goza de numerosas variables, pues como acontece con la mayoría de recetas de los platos regionales, no existe una minuta única y estandarizada, debido a las sutiles variaciones derivadas de las costumbres familiares.
Espero no levantar ampollas entre los arquitectos y diseñadores que eventualmente ponen sus ojos en esta columna, pues hoy me voy a meter en sus oficios, ya que he quedado encantada con el diseño y la solución funcional de una cocina que observé en un restaurante de carretera entre San Antonio de Pereira y La Ceja. Reconozco ser impermeable a los saberes del espacio, el color, el volumen y la funcionalidad, aspectos todos que cuando se conciben acertadamente, conforman en su conjunto el lugar perfecto para su disfrute; sin embargo, la cocina en cuestión está lejana a virtudes estéticas y es tal vez su extrema sencillez la que realza su estilo. Se trata entonces de un lugar sin pretensiones arquitectónicas, en donde bajo la sombra de un techo a dos aguas y en un rectángulo abierto, opera un comedor con mesones de madera cepillada que aforan más de 40 comensales y en donde la cocina o “zona de calor” se ubica en el centro proveyendo a diestra y siniestra de manera expedita a su numerosa clientela.
Existen en este mundo cosas tan obvias que su importancia para el común de los mortales pasa completamente desapercibida; por ejemplo en asuntos de cocina y de gastronomía el agua se asume como un elemento manifiesto, al cual en muy contadas ocasiones los chefs o los gourmets dedican análisis y reflexión. Sin lugar a dudas el agua es el elemento más importante de la cocina universal y sobran los comentarios sobre su capacidad transformadora, en calidad de base esencial para más de una resultante culinaria de reconocimiento mundial. Dicen los expertos que bebidas tan reputadas como el whisky y el café, dependen más de la calidad del agua para su preparación o mezcla, que de los granos de las cuales se derivan… no exagero, lo dicen reconocidos catadores de cada una de ellas. Preguntarán algunos lectores: ¿Si el agua no tiene sabor, qué es lo que aporta el agua? Permítaseme transcribir unas sencillas apreciaciones que hace algunos años encontré en un librito despastado y de autor anónimo, quien al respecto decía:
Hace más de 20 años paso mis vacaciones navideñas en la costa Caribe colombiana y es un hecho que cada vez que me reintegro a mis actividades laborales en el mes de enero, me encuentro con unos kilitos de más, pues jamás me hago el propósito de privarme de las delicias culinarias que en aquellas tierras se me ofrecen. No voy a chicanearle a nadie, pero desde hace 6 ó 7 años estoy visitando una pequeña reserva ecológica ubicada en el Golfo de Morrosquillo entre Moñitos y Arboletes conocida como la región de Río Cedro. Pues bien, además de existir allí hermosas playas, exuberante mar, fauna y vegetación indescriptibles, sus pobladores son gentes campesinas de una amabilidad y una alegría permanente, cuya cocina podría estar presente en la carta del mejor restaurante de cocina colombiana, en representación de la cocina campesina de nuestra costa caribeña.
No se trata de mi número preferido para la lotería o el chance, mucho menos de una cábala navideña, tampoco es la nomenclatura de un lugar para comer, es sí el nombre de uno de los mejores restaurantes que funcionan actualmente en Cartagena. Así tal cual: 8-18.
Hace más de 4 meses vengo oyendo hablar de este lugar; la primera vez que me asomé a sus puertas estaban en vísperas de su inauguración; posteriormente regresé una noche y se encontraba al tope. Esta semana, en compañía de mi ángel de la guarda logré saciar curiosidad y apetito. Salí completamente satisfecha.
Más vale tarde que nunca. Por asuntos que no son del caso explicar en estas líneas, me fue imposible escribir en su debido momento acerca del gran evento gastronómico organizado en el Jardín Botánico por la Colegiatura Colombiana. La prensa escrita, la radio y la televisión dieron cuenta de esta magnífica fiesta del sabor, la cual desde ya comienza a exhalar vapores premonitorios que permiten asegurar el éxito de sus futuras realizaciones. Es un hecho: Colombia Provoca entró pisando duro y sin lugar a dudas en sus próximas versiones se consolidará como el más importante evento gastronómico de Medellín para todo el país.
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