En Idílico se come bien –y distinto–, no hay pulpo, ni salmón, ni solomito, no tienen papitas fritas ni volcán de chocolate, todos omnipresentes en incontables restaurantes de Medellín.
Vengo con el sabor del postre en la boca: cuadritos de torta de murrapo y trozos rostizados de la fruta que se mezclan con crujientes nibs de cacao, helado de fresa, crema de azahar, lágrimas de toronja y polvo y hojas de moringa. Hay sutilezas que cambian todo, y que en cocina resultan claves: no es lo mismo poner el casco entero de la toronja que sus lágrimas —pedacitos de su pulpa—; no lo es en términos visuales ni gustativos, sentir cómo explota cada lagrimita y se mezcla en la boca con la crema y el helado. Resulta inolvidable.
Le puede interesar:
Uno de los tres postres de la carta del restaurante Idílico me inspiró a escribir; también la compañía, pues compartí mesa y sabores con Julián Estrada, antropólogo, amigo y colega pionero en eso de pensar la cocina desde las palabras. Ambos nos paramos plenos tras reflexionar sin pretensiones sobre la vida —y sobre la comida, que un poco son lo mismo—, mientras masticábamos las croquetas de camarón con naranja coco y limonaria; la arepa de mote con cerdo braseado, kumquats (naranjo enano) y tomatillo verde; el pan campesino con trucha ahumada, tomate y espuma de ajo y cebolla; y el morrillo con tomate ahumado, hongos y cenizas.
En Idílico se come bien —y distinto—, no hay pulpo, ni salmón, ni solomito, tampoco ceviche de chicharrón, no tienen papitas fritas ni volcán de chocolate, todos los anteriores omnipresentes en incontables restaurantes de Medellín, algunos deliciosos, otros prescindibles. Pensaba yo que el mundo de la cocina, digna creación humana, repite los esquemas que nosotros mismos creamos: o nos alineamos para evitar confrontarnos con otros o buscamos ser distintos hasta el extremo de la ridiculez; encontrar un punto medio resulta un reto.
Restaurantes como Idílico, El Trompo y Sambombi, por poner ejemplos de cocinas de calidad que son menos conocidas de lo que yo desearía, procuran el camino de la diferenciación bien fundamentada, explorado preparaciones con ingredientes cercanos y sencillos, y logrando un balance interesante entre sabor, texturas, presentación y novedad. Claro, no todos los cocineros están llamados a ser unos exploradores; como comensal yo misma a veces quiero unas papas fritas y un volcán de chocolate, pero como consumidores que pedimos una escena culinaria de valor para que la propuesta gastronómica de la ciudad siga creciendo, apoyar estas apuestas constituye un privilegio y una responsabilidad.
Ambos caminos, el tradicional, de preparaciones que se repiten aquí y allá, y el más arriesgado, de innovar en productos y formas de llevarlos a platos que cautiven, tienen sus matices; los primeros luchan por diferenciarse entre similares, los segundos por innovar sin exagerarse en su búsqueda de paladares exploradores. Unos y otros se complementan, unos y otros se aportan, unos y otros tienen (o deberían tener) su forma de apostar por una cocina responsable, sabrosa, balanceada, actual.
Comer afuera es un hábito creciente, el reto de cocineros y restaurantes es grande, no basta con armar una cocina, poner tres mesas y un letrero. El comensal de hoy es más curioso y consciente, más arriesgado y exigente. Todavía hay quienes comen cuento, pero la mayoría quiere comer bocados de calidad. Ellos representan una oportunidad para el sector de la restauración, vale la pena considerarlos.