O quizás sea mejor decir que el encierro la jubiló. Ella, que tiene 65 años de edad, había trabajado sin descanso desde los 14, hasta que hace poco más de dos meses se agudizó la pandemia y entonces se vio obligada a quedarse en casa.
Se llama Silvia Rueda Higuita mi madre. Mide un metro y 59 centímetros y su pelo es gris como las malas películas de Trompetero. Tiene la cara larga como una plegaria católica y tantas arrugas que ya es difícil atinar si está sonriendo o frunciendo el ceño por alguna molestia.
A veces, sin embargo, la expresión de su rostro es cándida y sus ojos logran recobrar, al menos por un instante, el lejano y verdoso destello de su juventud, una juventud atascada para siempre en el pasado.
Mi madre nació en un pueblo llamado Giraldo, en el occidente de Antioquia, vecino de Buriticá, Cañasgordas, Abriaquí y Santa Fe de Antioquia. Un pueblo tan frío como los malos presentimientos y tan aburrido como un viejo tinterillo de la calle Boyacá.
Vive en Medellín desde los 18 años, edad en la que todavía guardada alguna esperanza de redención, esperanza mutilada poco tiempo después, cuando los hombres la despojaron de su dignidad.
Estudió modistería, secretariado y pastelería; aprendió a lavar ropa y a hacer suculentos platos con rollos de carne y tortas de banano; cuidó niños y hasta fue asistente de enfermería. Mas nunca tuvo una verdadera oportunidad sobre esta tierra, y fue arrojada, sin cumplir los 21, a la precaria vida del servicio doméstico, dimensión que se le transformó en cárcel, una con inquebrantables barrotes.
Siempre quisimos que dejara esa vida de mula de carga, pero nunca nos hizo caso
Extrañó la libertad hasta los 30, esa libertad alimentada con sus más infantiles ilusiones, pero después se aferró a su prisión con uñas y dientes, resignándose a esa vida monótona e incolora de los seres arrodillados.
Sus tres hijos hemos sido siempre su única ventana a la calle, a la luz. Nos convertimos en sus reliquias sagradas, en los cofres de su corazón, de sus sueños. Nos miraba todas las noches con un gesto melancólico salpicado de ternura, y al día siguiente volvía a su purgatorio con una pizca de entusiasmo.
Nunca más le entregó su corazón a los hombres y su juventud se fue opacando como una fruta que se deja abandonada bajo el sol.
Trabajó y trabajó cada día de sus 65 años, sin protestar por el sueldo, por las vacaciones, por seguridad social o liquidaciones. Para ella, sus jefes o carceleros eran como santos; seres supranaturales, benévolos, entrañables. Incluso, cuando uno de ellos le robó un millón de pesos por sueldos atrasados y liquidación, antes que maldecirlo lo bendijo en silencio, en sus oraciones, porque “él es un ser atormentado y alejado de Dios”.
Creo que mi madre no volverá a trabajar, por más que lo desee
Siempre quisimos que dejara esa vida de mula de carga, pero nunca nos hizo caso. Dice que, a los viejos, cuando dejan de trabajar, les llega la muerte, se les pega como costra en el cuello y les susurra cuentos en el oído.
“Y son cuentos muy tristes los que cuenta la muerte, cuentos que nadie quiere escuchar”, añade.
Por eso nos alegramos tanto por la cuarentena, porque por fin madre salió de su cárcel y, aunque todavía extraña sus barrotes, ha encontrado qué hacer en casa, junto a nosotros.
Se distrae contándonos la historia familiar, sacando el perro a pasear y enseñándonos a tejer sacos de lana. También permite que le leamos libros y le convidemos tardes de películas en la sala. A veces se queja porque no entiende los argumentos, o porque abusan de monstruos y superhéroes, y evoca filmes añejos como La mala hora o El embajador de la India.
Mi hermana la tiene haciendo yoga todas las mañanas y mi hermano le ayuda con la ortografía, pues le ha dado por escribir cartas, cartas para sus viejos amigos, para sus familiares de Giraldo y sí, para sus indolentes patrones.
“Querida doña Cecilia. Que Dios me la bendiga y me la guarde, que Dios cuide de sus hijos y nietos. Cuando pase el encierro, si necesita que le planche la ropa o le haga de comer, me avisa. Atentamente, Silvia”, escribió hace unos días.
Ahora quiere escribirle al tío Ocaris, para ver si él se acuerda del nombre de la bisabuela, pues mamá quiere dedicarle un poema en el Día de la Madre.
“Señora, usted fue mi mamá, pero no alcanzó a conocerme. Se murió cuando yo tenía cinco y la verdad, yo tampoco la recuerdo. Pero quiero decirle, donde quiera que esté, que crecí bien, sana, y que ya soy vieja. Los hijos nos hacen viejos señora, y yo tengo tres”.
Creo que mi madre no volverá a trabajar, por más que lo desee. Aunque si vuelve a esa vida de pesados oficios y rebajados sueldos, nada le diremos, porque quizás seamos nosotros los únicos que la vemos con lástima, cuando deberíamos mirarla con orgullo, y besar cada noche sus arrugas.
Por: Mauricio López