Tengo una lucha personal con lo que se vuelve moda, y hablar de autoconocimiento está de moda. Sostener esta lucha me resulta imposible cuando me invitan a hablar de bienestar, porque para hablar de bienestar necesito hablar de autocuidado, y para hablar de autocuidado tengo que hablar de autoconocimiento.
Conocernos es el punto de partida para cuidarnos, y para conocernos necesitamos observarnos.
¿Observar qué?: lo que sentimos, lo que pensamos, cómo nos comportamos, notar aquello que se repite -tanto en automático como desde la libre elección-. Lo que nos mueve, lo que nos impulsa, lo que nos sacude; y también lo que nos drena, lo que nos hunde, lo que nos detona. Hacia dónde nos movemos, qué es eso que tanto buscamos, a qué le huimos, qué evitamos.
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Observar lo que nos motiva, lo que nos duele y de dónde viene ese dolor; en qué creemos, de qué dudamos, qué disfrutamos, qué deseamos, a qué le tememos. Observar… lo que mostramos y lo que escondemos, lo que se nos facilita y lo que nos cuesta, lo que nos recarga y lo que nos descarga, lo que tenemos y de lo que carecemos, y lo que hacemos o estamos dispuestos a hacer para obtenerlo.
¿Qué tiene que ver, entonces, el autoconocimiento con el bienestar?
No podemos usar lo que no podemos ver, solo en la medida en que veamos todo lo anterior podremos hacernos cargo de ello. Conocernos nos dota de información para cuidarnos, para hacernos responsables de nosotros mismos, de nuestras necesidades, de nuestros deseos, de nuestra vida. El cuidado es el elemento que conecta el autoconocimiento con el bienestar: conocernos nos habilita para cuidarnos y es a través del cuidado que le apuntamos al bienestar -el nuestro y el de los demás seres y cosas que cuidamos para que estén bien-.
Ahora, entregarnos al ejercicio exhaustivo de esculcarnos y analizarnos no se traduce directamente en cuidar de nosotros mismos. Como el autoconocimiento y el bienestar están de moda, es muy común ver personas que se jactan de la extensa lista de terapias, talleres, libros y retiros que han dedicado a escarbarse, para luego continuar con su vida sin hacer nada al respecto.
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Hay quienes aseveran conocerse y trabajar en sí mismos por identificar su tipo de apego, su número en el eneagrama, su signo zodiacal, sus trastornos -muchas veces auto diagnosticados-, entre otros. Pero… más allá de la rigurosidad, validez y utilidad de las herramientas y técnicas utilizadas para hurgar en las profundidades del mundo interno, ¿qué se hace con la información encontrada? Muchas veces, nada.
¿Qué significaría entonces poner el autoconocimiento al servicio del cuidado y, por ende, del bienestar?
Pasar del saber al hacer -o dejar de hacer-. Convertir el conocimiento en acción, salir de la mente y venir al presente para actuar aquí donde la vida está aconteciendo y donde tenemos la oportunidad de crear, de transformar, de reparar, de hacerlo distinto, de cambiar el rumbo.
Ahora, cuando se trata de algo que está en constante transformación -como lo es el ser humano- el autoconocimiento se conjuga en gerundio: nos estamos/nos vamos “conociendo”, no en pasado. Como no somos un producto terminado, mientras estemos vivos conocernos a nosotros mismos es una tarea que no acaba.
Cambiamos nosotros como individuos y cambia el mundo en el que vivimos, estamos inmersos en un contexto que se mueve permanentemente. Nuestra vida se reactualiza en cada instante; ante cada nuevo paso, cada etapa, cada decisión, cada desafío, nos enfrentamos a una versión nueva -desconocida- de nosotros mismos. Nuestro ser se va desplegando a medida que la vida lo va haciendo también.
No conocemos cómo somos enamorados hasta que nos enamoramos; no sabemos cómo respondemos ante una pérdida significativa hasta que perdemos a alguien que amamos, ni sabemos qué “tipo” de padres somos hasta que llegan los hijos, ni quiénes somos cuando estamos solos hasta que estamos solos, ni cómo es nuestra versión de felicidad y plenitud hasta que nos sentimos felices y plenos… y así sucesivamente. Nos vamos conociendo a medida que vamos siendo.
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El proceso de autoconocimiento es una expedición sin fin, un camino que no acaba y que no siempre es divertido; hay partes donde el paso se hace difícil. Es un viaje en el cual vamos alternando la mirada entre eso que nos rodea y que sucede de nuestros ojos para afuera, y aquello que nos acontece de nuestros ojos para adentro. Es un viaje en el que estamos dispuestos a detenernos indefinidas veces a abrir la maleta para revisar qué hay, con qué contamos, qué de ahí nos sirve en cada momento, qué hay para compartir; si hay algo que está pesando de más o si hay algo que no es nuestro y necesitamos devolver a su dueño. Y, a veces, podrá ser necesario buscar ayuda para encontrar algo en la maleta y/o incluso para cargarla, porque levantar la mano también es cuidarnos, a pesar de que un cuento -alguna vez de moda- nos haya hecho creer lo contrario.
Mi invitación, emprender el viaje. Hay una gran variedad de medios disponibles, y estos son mis favoritos: la psicoterapia, la meditación, la escritura y la autoobservación en la vida cotidiana.