Un amor que se expresa en ideas y palabras. En la belleza y el pensamiento de lo que podrá ser. Son días para cuidarnos y no tocarnos. Para entender el cuerpo como un templo. Amar en días del coronavirus.
Existen razones para imaginar que el amor, cuando toca la carne, es fundamento de la existencia humana. Y hay mucho de razón en esa idea. Nada más agradable a nuestro tacto que la piel de los seres a quienes amamos. Pocas cosas que reconcilien tanto como una caricia rendida de cariño. Escasos sueños son tan grandes como el de un beso imposible.
Sin embargo, muchos momentos de la historia nos han enseñado que el amor del cuerpo, ese que se expresa en lo sagrado del espacio de cada individuo, no es un atributo esencial cuando se trata de conjugar, juntos y en sociedad, los verbos amar y vivir. Soy de las personas que gustan del calor del otro, que defiende la conjunción de la vida desde los átomos y que, frente al adiós, siempre optará por el abrazo. Pero, por estos días, prefiero evocar la palabra, los amores platónicos e idealistas, aquellos que no se tocan y que se convierten en sagrados.
Resulta romántico el coronavirus. Desde el butaco de la que puede calificarse como tragedia humana internacional, nos está enseñando. Nos invita a la experiencia de la vulnerabilidad sin señalamientos, a redescubrir nuestra humanidad desde los otros caminos que, en algún momento, le fueron robados al verbo compartir.
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El mundo que hoy se pone frente al espejo, frente a nuestros ojos, demanda miradas cómplices en lugar de abrazos. De cartas de amor y pensamientos dedicados en línea, en lugar de besos. De poemas leídos en un audio de WhatsApp, en lugar de palabras al oído. De canciones que vuelvan a dedicarse por teléfono. Del disfrute del tiempo y del anhelo que trae poder abrazar al otro.
Si somos responsables frente a este momento, esa emoción que se levanta en la tripa cuando podemos besar y abrazar de nuevo al ser amado, volverá, e incluso podremos valorarla más. Si tenemos paciencia con nosotros mismos, descubriremos de nuevo el crecimiento del niño, la sonrisa que nos enamoró por primera vez, los brazos cálidos de una madre que nos espera en casa y la inmunidad sublime de la amistad.
“Porque el tiempo no vive en nuestros brazos, hay que volver al tiempo”, dice en uno de sus poemas, que también son canciones, Luis García Montero. Que el tiempo sea maestro y el cuidado símbolo del amor.