El próximo paso y el más complejo para nosotros consiste en descubrir que el gusto tiene ética: prefiere lo natural, denuncia el uso de artificios, se altera y grita ante la falta de profesionalismo.
Vuelvo a esta tierra como hijo pródigo 27 años después de haberla dejado. En aquellos días, las barreras que limitaban nuestro acceso al mundo eran geográficas y de comunicación. Hoy llego a una ciudad ultraconectada con lo que sucede en la Tierra y en que las barreras para el desarrollo de la urbe parecen ser más mentales que de otra índole.
La verdad es que la sociedad de los noventa otorgaba poco valor a las cocinas y menos a sus productos. Proliferaron supermercados abandonando plazas tradicionales, aparecieron marcas de cereales fortificados con vitaminas y minerales, promovidos por tucanes y tigres, complementos alimenticios calcificados, crecimos cantando al ritmo de reinas de belleza los beneficios de una fina margarina, y poco a poco la industria reemplazó el arsenal de productos naturales que durante generaciones consumimos.
Por aquellos días empezamos también a cambiar nuestros hábitos alimenticios principalmente por la idealización de lo foráneo, por el auge de la industrialización y las grandes mentiras (o medias verdades) con que su mercadeo buscaba alimentarnos. Durante dicha década, grandes cocinas y recetarios domésticos constituían una base sólida de la pirámide de la gastronomía colombiana, pero su capacidad de llegar a la cúspide era mínima. En la cima los restaurantes, salvo contadas excepciones, brillaban por su provincianismo o por su galocentrismo.
Lamentablemente para mí, la nueva historia de la cocina y las costumbres culinarias de Colombia se comenzaron a rescatar cuando yo emigré. En este lapso, hombres y mujeres buscaron y documentaron la sazón, combinación, captación de sabores y perfumes de un territorio amplio y diverso. El país dejó de ser una República inerte y sacó a relucir su riqueza, sus colores y sus matices regionales: hoy cada vez más nos parecemos a una multitud de paisajes puestos en una olla.
La tarea pendiente para la ciudad se centra en el lento aprendizaje del gusto, la tortuosa educación del paladar: instruir las papilas para distinguir lo verdadero de lo fácil, lo bueno de lo malo, lo auténtico de lo artificial. El próximo paso y el más complejo para nosotros consiste en descubrir que el gusto tiene ética: prefiere lo natural, denuncia el uso de artificios, se altera y grita ante la falta de profesionalismo.
Necesitamos de la industria agroalimentaria para nutrirnos, somos muchos compartiendo el Aburrá. Pero también necesitamos enamorarnos y consumir de nuevo los productos y cocinas que no disfrazan un producto, lo transforman hasta hacerlo irreconocible y no perecedero, admirar y consumir los que pretenden realzar su autenticidad, sus defectos, ser la mejor expresión de un terruño, el nuestro.
Hoy gracias a jóvenes aguerridos aprendimos a tomar café y a degustar cervezas variadas, que ayudaron a recuperar el espacio que un día fue de los productos de calidad mundial que aquí tuvimos. Ya queremos comer chocolate que sea eso, no un placebo con cohete, disfrutar de quesos hechos con más amor y menos colorante, queremos comer de verdad y quedan muchas esferas de la gastronomía por cubrir. Ayúdenos, que el Chapulín murió hace tiempo.