Entre las tantas cosas que me gusta comer de manera desaforada, el arroz blanco es una de mis preferidas. Me gusta el arroz frío, caliente, húmedo, trasnochado, recalentado, ahumado y, casualmente, el más desprestigiado es el que más me gusta: el “pegao” de arroz, al cual llaman con cariño en muchas partes del país “cucayo”.
No se necesita ser un experto culinario, para -con casi nada- convertir un poco de arroz blanco en una excelente receta. Inicio mi glosario con la más sencilla… es mi receta preferida: el arroz blanco con gotas de limón y ¡ya está! Cada vez que me encuentro una olla de arroz en una cocina (mía o ajena) destapo y pruebo: la primera cucharada sin gotas de limón, para degustar el producto incólume y, las restantes, van con el toque cítrico. Más sencilla que la anterior es la siguiente: añadir un chorrito de aceite de oliva y no más, ¡me encanta! También tengo recetas con mayor elaboración, totalmente versátiles, como aquellas que hacemos añadiendo al arroz una cantidad mínima de “otra cosa”, pues no se trata de borrar el arroz del plato, sino de afectar su sabor con el toquecito del acompañante. En este orden de ideas, con frecuencia transformo mi arroz blanco con filetes de champiñones y hojitas de cilantro; también procedo con un poco de petit-pois (arvejas) y queso parmesano; me encanta con un puñadito de ajonjolí previamente dorado o con cabello de ángel horneado. Quede claro que no estoy proponiendo la confección de mezclas con una gran cantidad de cosas, para llegar al resultado final de un arroz con pollo o de un arroz a la valenciana versión “creatividad mamá paisa”, en los cuales abundan habichuelas, salchichas, huevos duros y todo aquello que de la nevera o despensa se pueda rescatar; sencillamente se trata de involucrar sabores de manera insinuada.
Ahora bien, mención necesaria debo hacer de aquellas recetas donde su presencia gana toda la fama, pero obviamente la mezcla con sus acompañantes lo acaban de endiosar. Me refiero a las torticas fritas de arroz con hogao; a la sopa de arroz con carne en polvo, aguacate, y tajadas maduras; al arroz blanco en hoja de bijao que acompaña papa, yuca y rebanada de posta; al arroz blanco coronado con huevo frito (de yema temblona para reventar) y picado de maduro, y al arroz blanco con frijoles recalentados en el desayuno dominical. Finalmente, y en coherencia con el título de esta columna, aquello que entre nosotros se ha convertido en pan de todos los días (una porción de arroz blanco cocinado) en otras cocinas del mundo se le considera como un acompañamiento de refinado gusto; basta con observar algunos recetarios de cocina mundial para constatar el papel que cumple el simple arroz blanco como guarnición de famosas recetas de cocina: pollo al curry de la India; goulash húngaro; lontong indonesio; chirashi-sushi japones; lengua alcaparrada madrileña. Expuesto lo anterior, se me antoja una mínima reflexión: el arroz blanco en su receta más elemental es otro gran “fucú” de la cocina sencilla, pues todo el mundo asume que lo sabe preparar… pero no a todo el mundo le sale bien.
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Su majestad el arroz blanco
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