Reivindicación nostálgica de la natilla

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Si nos diéramos a la tarea de unir cada punto donde se llevaba la natilla, daríamos con un sorprendente mapa de los afectos y de las querencias vecinales y familiares.

La natilla, ahora que lo pienso, era una comida sobre todo para repartir por las casas del barrio, cual danza entre calles: tan importante como hacerla, era repartirla, lo que necesita de una buena disposición física, pues la natilla es rica a tiempo.

La idea siempre fue hacerla en grandes cantidades, mucha, pues si algo le molesta al ciudadano de a pie es que se le ofrezca poca comida. La tacañería se considera casi un pecado capital.

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La natilla, antes de que existiera el nefasto icopor, se repartía en los platos de la casa, y así, el menaje de cocina quedaba, al igual que el manjar que contenía, repartido entre los vecinos del barrio.

Si nos diéramos a la tarea de unir cada punto donde se llevaba la natilla, daríamos con un sorprendente mapa de los afectos y de las querencias vecinales y familiares. Olvidar regalar natilla para la época decembrina se leía como una gran afrenta, de ahí el sigilo con que las abuelas planeaban la entrega.

La natilla, todo hay que decirlo, es un marcador del tiempo decembrino, como las hojuelas y los buñuelos, de la fiesta y el jolgorio; símbolo de prosperidad y apego a la familia: no pocas veces, cual peregrinos, viajamos kilómetros para hacerla.

Finalmente, el sabor dulce de la natilla, que lo da la panela, no se puede olvidar, es símbolo de futuro, es una proyección del mañana: nadie ofrecería dulce pensando que no lo comería mañana, bonito es saber que hay una relación entre este sabor y la palabra conserva.

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Como proyección del futuro, y como propósito, deberíamos volver a los sabores del pasado, sobre todo, a cocinar en familia.

 

Por: Luis Vidal / ANTROPÓLOGO COLMAYOR, U. DE A.

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