La queja forma parte del paisaje de muchos entornos laborales. Aparece en conversaciones de pasillo o en reuniones en las que lo que no funciona ocupa más espacio que lo que sí. A veces es una válvula de escape; otras, una forma de conexión o incluso una inconformidad con sustento. Pero, más allá de su forma, vale la pena detenernos y pensar: ¿cuánta energía estamos dedicando en lo que no está bien?
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Es común escuchar que más de la mitad de los trabajadores en el mundo no se siente comprometido con su empleo, y gran parte de esa desconexión se manifiesta en forma de malestar, descontento o crítica repetitiva. Además, un estudio de la Universidad de Stanford demostró que quejarse durante solo 30 minutos al día puede afectar negativamente el cerebro, debilitando funciones clave como la memoria, el aprendizaje y la toma de decisiones. Y no es solo el cerebro: también afecta el clima organizacional, se distorsiona la percepción colectiva y se crea una cultura en la que es más fácil señalar que construir.
Lo paradójico es que muchos de los señalamientos laborales son válidos. Exceso de carga, liderazgo débil, mala comunicación, falta de reconocimiento. Pero cuando esos malestares no se canalizan en conversaciones conscientes ni en decisiones claras, se convierten en ruido. Un ruido persistente que bloquea el aprendizaje y deteriora los vínculos. Y como todo hábito, mientras más se repite, más cómodo se vuelve. La queja sin dirección anestesia la acción.
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Una imagen que me ayuda a ilustrarlo es pensar que cada queja es como una nube, algunas son necesarias, anuncian un cambio de clima, pero muchas otras son pasajeras y no deberían convertirse en tormentas internas que oscurecen todo el horizonte. Sin darnos cuenta, magnificamos lo momentáneo y perdemos de vista lo que sí funciona.
En un país como Colombia, donde convivimos con desigualdad, desafíos sociales y una presión económica creciente, es comprensible que emerja el descontento. Pero también es prioritario desarrollar una conversación más presente, menos reactiva, más capaz de distinguir entre lo que podemos transformar y lo que simplemente hay que dejar pasar. No se trata de callar la queja, sino de abrir espacio para una conversación más generosa.
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Algunas organizaciones han encontrado caminos para convertir el malestar en algo más potente: la gratitud. No una gratitud ingenua ni conformista, sino una que se practica, se nombra y se convierte en cultura. En Colombia, por ejemplo, Bancolombia ha impulsado estrategias de bienestar en las que los líderes son entrenados no solo para reconocer logros, sino para cultivar conversaciones emocionales que fortalezcan la confianza. En el ámbito global, empresas como Zappos y Salesforce han creado espacios estructurados para agradecer públicamente a los compañeros o dedicar parte del tiempo laboral a causas sociales. En todos los casos, la gratitud es una forma de liderazgo.
La gratitud regula nuestras emociones, amplifica lo que sí funciona y nos devuelve al presente. Y es en ese presente donde se pueden tomar decisiones, liderar cambios, sostener conversaciones valientes.
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Esta columna no nace de la distancia, sino de la experiencia. Yo también me he quejado. Yo también he sentido frustración, impotencia o cansancio. Y muchas veces he tenido que hacerme estas preguntas que hoy dejo aquí escritas: ¿Qué tipo de energía estoy llevando a mis conversaciones? ¿Estoy siendo nube o estoy siendo claridad? ¿Estoy ayudando a construir un espacio de confianza o uno donde el desgaste se vuelve norma?
Tal vez no podamos cambiar todo de inmediato. Pero sí podemos revisar desde dónde habitamos el trabajo y cómo nombramos lo que sentimos. Y eso, muchas veces, comienza por agradecer lo que sí está.