Juan Carlos Orrego

Convidados de piedra


Convidados de piedra

De la edición impresa (Edición 316)

La mayoría de las veces, las funciones callejeras que nuestros artistas del hambre ejecutan para sobrevivir conmueven más por ciertos rasgos marginales que por los méritos puestos a prueba en ellas, y difícilmente podrá negar esto quien, aturdido por los sonidos desgañitados con que algún niño trataba de articular un vallenato, dio la moneda en solidaridad con la camisita raída del cantante improvisado. ¡Cuántas veces una guitarra destemplada y con remiendos, un uniforme de payaso con quemaduras de plancha o un rostro bonachón mal afeitado evitaron que la estrella callejera tuviera que bajarse del bus o del andén con los bolsillos vacíos!

Un pecado nada original

Un pecado nada original

De la edición impresa (Edición 315)

El que estudia antropología acaba, casi siempre, albergando recelos frente a los misterios bíblicos o, por lo menos, frente a sus predicadores (aunque es paradójico que más tarde terminen arrodillados ante brujos amazónicos). Cuando los evangélicos iban a mi casa y yo les decía que estudiaba la ciencia del hombre, cerraban sus Biblias y, sin mediar explicaciones -ellos, los campeones de la tozudez-, se marchaban con la cabeza gacha. Sin embargo, así como descree de la existencia de las sustancias divinas, el científico social no tiene dudas sobre la importancia pública de los ritos, y por eso -aunque un tanto sudoroso- termina bautizando sus hijos para evitarles, años después, el ridículo de recibir la crisma al lado de una veintena de recién nacidos (porque ya quedó probado el fracaso de aquella práctica “hippie” de dejar a los hijos la libre elección de acoger tal o cual rito).

¿Nacho lee?


¿Nacho lee?

De la edición impresa (edición 314)

Posiblemente sea febrero el único mes del año en que todas las pelambres se alegran de estar en las aulas y de hacer sus tareas, desde los niños de preescolar que no veían la hora de volver a asolearse en las piscinas de pelotas hasta los universitarios que, ahora sí, van a tomar la cosa en serio y a mostrarle al mundo entero que en sus cabezas hay ricos filones de sabiduría. Sin embargo, algo hay en medio de semejante alegría que delata la impostura -o, más bien, la fugacidad- de semejante disposición: y es el ingenuo entusiasmo con que, creyendo que ahora serán leídas y disfrutadas, se exhiben en las vitrinas de los almacenes las obras clásicas de la literatura colombiana. Posiblemente uno llegue a creer que un muchacho de quince años, flamante dentro de su nuevo uniforme, quiera empezar bien sus estudios de álgebra para no verse penando a fin de año (a propósito: ¿existen aún asignaturas con números o ya fueron reemplazadas por rosados cursos de crecimiento personal?), pero ya es demasiado imaginarse que ese mismo bergante se dedique con interés a la lectura de María.

Crecimiento y desarrollo


Crecimiento y desarrollo

De la edición impresa (Edición 313)

Hay cosas que, vistas tal como ocurren en la realidad, poco tienen que ver con lo que uno imaginaba de ellas al oírlas enunciar. Eso es justamente lo que se descubre cuando, con un infante, se asiste a una cita de “crecimiento y desarrollo”: pareciera, con solo escuchar esa sobria y justa descripción del tipo de control médico en cuestión, que un pediatra diestro y pragmático va a coger al infante por los pies y lo va a pesar en una báscula, para después someterlo a todo tipo de estímulos entre los que, quizá, se incluye un martillito de goma que habrá de golpear las rodillas tiernas. Pero las cosas no son exactamente así: en lo que parece la antesala de una piñata, decenas de madres con sus bebés están sentadas en redondel -a uno le parece que, en cuestión de segundos, alguna de ellas será llamada para ponerle la cola al burro-, y hasta ocurre que un par de bombas han sido colgadas de una pared para ambientar la escena. Mientras tanto, tres mujeres sonrientes y con batas blancas tratan de llamar la atención de los asistentes a pesar de que la tarea entrañe una especial dificultad, pues risas, gritos, chisporroteos de babas, voces adultas deformadas hasta parecer japonesas, aplausos y cascabeles se superponen en un solo segundo.

Enero


Enero

De la edición impresa (Edición 312)

Por más que se diga que tiene 31 días, enero es el mes más corto del año: nadie se siente habitándolo hasta que no caiga oficialmente el telón de la fiesta decembrina, y ella se extiende hasta un lunes festivo que la sacrosanta Ley Emiliani a veces arroja demasiado lejos; igualmente, tanto foco encendido y tanto santo gigante a la vera del río poco ayudan en esa preparación que el espíritu necesita para convencerse de que ha de empezar a rodar de nuevo. Además, el agüero de las cabañuelas tiene como uno de sus corolarios el de que el mes propiamente dicho solo pueda empezar desde el día 13 (cifra poco halagüeña, en verdad). Pero lo más diciente es, en sí mismo, inexplicable: la extrañeza de verse escribiendo una carta o llenando un formulario con la palabra “enero”… ¿acaso no era un mes para estarse tumbado al lado de una piscina? Sin embargo, como esas jornadas en que se tiene verdadera conciencia de que otra vez se está trabajando comienzan apenas el décimo o vigésimo día del mes, la ilusión dura poco, y pronto se está en ese mes sensato, sobrio y gigantesco de 28 días sin festivos que es febrero.

Sobre el volcán


Sobre el volcán

De la edición impresa (Edición 311)

En los apuntes del viaje que hizo a Bogotá entre diciembre de 1862 y enero 1863, escribe Eduardo Villa Vélez que el indio de la sabana da la mejor prueba de su apocada torpeza al despreciar olímpicamente las maravillas de la naturaleza. El señorito medellinense se indigna sobre todo al comprobar que el susodicho nativo “mira el agua fresca que baja del alto del raizal y que se encuentra mejor a medida que se gana en altura, como insípida bebida de bueyes”. En un siglo en que nadie podía dárselas de poeta sin registrar su oficio cantando de modo sublime a las mágicas aguas del Tequendama, tanta simpleza aborigen podía resultar, efectivamente, provocadora. Hoy, sin embargo, las cosas han cambiado drásticamente y, para muchos, quizá resulte que la actitud más salvaje sea sorprenderse por las exuberancias del paisaje. Vaya esta crónica, última del año, como advertencia en una época en que, por el mucho asueto y los viajes que se dan, más de una vez estaremos frente a algo más que cauces de agua fresca.

Huevos rojos


Huevos rojos

De la edición impresa (Edición 310)

Hace mucho tiempo viví cerca de dos centroamericanos que habían venido a Medellín a adelantar estudios en ciencias de las maderas. Un día, hablando con ellos sobre el cotidiano comer en esta ciudad, me preguntaron acerca de un producto de cocina que les había llamado poderosamente la atención: lo describieron como unos “huevos rojos” que se vendían en todos los rincones de la ciudad, e incluso sobre la propia calle en pequeñas cocinas rodantes. “¿Huevos rojos? Ni idea, no sé qué será...” “Sí, y por dentro vienen bien blanquitos, ¿no?, y son como esponj...” “¡Ah! ¡Los buñuelos!” “De veras, así nos dijo la señora que se llamaban”. Eso era, los buñuelos, y por tanto interés y expectativa puestos en la pregunta de ese par de latinoamericanos entendí que con esas bolas de masa se jugaba gran parte de nuestra identidad; esa identidad que convencionalmente ligamos a una bandeja paisa que más parece producto exclusivo de restaurantes que fabricación espontánea de las cocinas de barrio.

Navidad andina


Navidad andina

De la edición impresa (Edición 309)

En medio del lluvioso noviembre, nuestros conciudadanos más fiesteros hacen todo tipo de comentarios, promesas y especulaciones a propósito del fin del invierno, pues la huida de las aguas significa, sobre todo, el arribo de los días decembrinos, plenos de luces, estallidos -algunos de ellos nefastos, por cierto-, porcinos inmolados, indigestión y bolsillos desangrados. Claro que aquellos que odian esas celebraciones también cuentan los días que dilatan su arribo, y supongo que por aquello de la guerra que, por avisada, no mató al soldado. Pero ya sea para salir radiante a las calles o para amargarse encerrado en casa -lo que no deja de ser paradójico- prevalece el deseo común de presenciar el arribo del verano: “¡Qué pereza un diciembre mojao!”, es lo que por estos días se oye aquí y allá, y cuando las lluvias se van, el 8 de diciembre -porque, el día anterior, ¿a quién no se le han mojado las velas?-, los sentimientos ya pueden expresarse en seco.

Admisión


Admisión

De la edición impresa (Edición 308)

No hace mucho -y como siempre ocurre por esta época- la clientela dominical de las parroquias se vio engrosada por un público no del todo convencional: jóvenes cercanos a los 18 años que, a pesar de su decidida apariencia de paganos, repetían las oraciones con toda unción, y que luego, después de tomar solemnemente la comunión, reflexionaban en sus puestos como si fueran cartujos filósofos dispuestos a componer el mundo con su sola devoción mental. Pero se trata de una realidad fácilmente explicable: toda aquella seráfica juventud poco o nada tenía que ver con esos ejércitos de adolescentes enloquecidos con el venerable y difunto Juan Pablo II, sino que allí estaban los asustadizos bachilleres que se disponían a marchar, al otro día, al patíbulo de un examen de admisión universitario.

Casa tomada


Casa tomada

De la edición impresa (Edición 307)

Entrevistado ante las cámaras de algún noticiero, dijo un muchacho cuya casa había sido arrastrada por un alud de piedras: “Al principio oímos un ruidito y pensamos que era la rata”. Nótese que el damnificado no habló de “una” rata cualquiera y anónima, sino que, usando con nitidez y confianza el artículo “la”, le dio al roedor el estatus de cosa -casi persona- familiar y conocida. Pero realmente eso es lo que pasa en todas nuestras casas: a un lado de si se trata o no del más pulcro hogar, esas reinas de la alcantarilla terminan colándose a nuestros aposentos de vez en cuando, y poco después de su primera aparición -a la inesperada velocidad del rayo, por el patio o la cocina- la invasora de turno ya merece de la espantada y asqueada familia el tratamiento más natural: “¿Qiubo de la rata? ¿La han vuelto a ver?”

Gente de 4 en conducta


Gente de 4 en conducta

De la edición impresa (Edición 306)

En algún año desastroso de mi vida (aquel en que el DIM perdió el título por sólo un milímetro) me vi con una mano enyesada y traspasada por un alfiler gigantesco, y con una espinilla hecha una miseria, abierta en una herida cuyo recuerdo me será perenne, e hinchada hasta el extremo de obligarme a ir con pantaloneta a la universidad. Pues bien, buscando cumplir con los deberes que allí se me asignaron, fui con mi cruz a la Biblioteca Piloto y, allí, un funcionario criado bajo sabe Dios qué extraños preceptos morales estuvo a punto de echarme a patadas, pues a juicio suyo yo había cometido el horrible delito de estar en un templo de libros con las piernas al desnudo. Al final, quizá porque una mancha café pugnaba por salir desde dentro de la gasa, aquel Cancerbero, ceñudo, dio media vuelta sin insistir más, dejándome a mí la tarea de entender que podía quedarme y a él la refrescante convicción de saberse un hombre magnánimo.

Criaturas unicelulares


Criaturas unicelulares

De la edición impresa (Edición 305)

Caminaba por ahí un día de estos, y cuando alcancé el extremo de una acera vi que desde el opuesto se acercaba una criatura extraña: vestía como un hombre normal -incluso con más elegancia que la de un transeúnte promedio: llevaba corbata y camisa de manga larga, aunque con una combinación de colores más propia de un cajero de banco que de un ministro-, pero se comportaba como un primate arborícola descendido a la tierra: acompañaba sus zancadas con movimientos caprichosos de sus manos y su boca; evoluciones que también parecían las de un malabarista jubilado, a quien le ha quedado la manía de lanzar y aparar naranjas que no existen. De vez en cuando, aquel engendro se llevaba la mano a un carrillo, como si en él le estorbara alguna verruga o un bolo de comida a medio masticar. En algún momento, estando muy cerca de él, vi que una masa extraña -un animal parásito o algo así- se adhería efectivamente a una de sus mejillas. A cinco metros de distancia vi que, como un tarado, el simio hablaba solo. Cuando apenas nos separaban dos pasos supe la estúpida verdad: era un hombrecito novelero hablando por un celular “manos libres”.

Un pobre profesor


Un pobre profesor

De la edición impresa (Edición 303)

El otro día, al llegar a mi oficina, encontré sobre mi escritorio el corajudo anónimo de un lector de esta columna; uno que, según se ve, vivió todo un vía crucis de indignación con aquellos comentarios a propósito de la peregrina actividad cultural que actualmente se lleva a cabo en el Cementerio San Pedro (títeres, noches de poesía celta y otros espectáculos que tienen más de esnobismo que de necesidad). Los lectores recordarán y sobre todo mi diligente corresponsal lo que en aquella ocasión alegué sobre todo eso, que bien podríamos resumir ahora en uno de los títulos del humorista criollo Daniel Samper Pizano: “¡Llévate esos payasos!”.

Crónica Única Tributaria


Crónica Única Tributaria

De la edición impresa (Edición 302)

A partir de una experiencia personal, el columnista Juan Carlos Orrego explora el mundo que se crea alrededor de los trámites que tenemos que hacer los ciudadanos colombianos. Hay un foro en Los Foros Interactivos en el que usted puede contar sus historias y también sugerir la eliminación de algunos de ellos.

Una herejía de leche tibia


Una herejía de leche tibia

De la edición impresa (Edición 301)

“En el pozo de sondeo número dos, entre una áspera muestra de suelo rocoso, se encontró un objeto fabricado en plástico duro, de forma cilíndrica, con una boca ancha a la que iba adosado lo que parece un adminículo para succionar, hecho en goma y con la forma del pezón humano cuando éste se dilata durante la lactancia del neonato, aunque quizá más alargado de lo habitual”. Más o menos así rezaría la noticia arqueológica a través de la cual las generaciones venideras tendrían conocimiento del tetero, ese contenedor de leche tibia que tan entrañable parece hoy pero que, según se colige de la opinión de muchos, podría tener sus días contados.

Lluvia de sobres


Orrego opina sobre la lluvia de sobres

De la edición impresa (Edición 300)

En una columna salpicada con apuntes de humor, Juan Carlos Orrego, columnista de Vivir en El Poblado, habla de esta modalidad de obsequio que muchos novios, quinceañeras y hasta quienes celebran su primera comunión están sugiriendo cada vez más en las tarjetas de invitación. No sólo hay anotaciones graciosas, sino que también hay una postura personal del autor sobre el significado de los regalos y de las celebraciones familiares.

Manual de civismo y obstetricia


Manual de civismo y obstetricia

De la edición impresa (Edición 298)

A causa de cierto paternalismo hacia la mujer que hace tiempo está de moda, se vienen repitiendo en los estadios las pésimas actuaciones arbitrales de Adriana Lucía Correa sin que nadie parezca tomar nota de sus yerros. No hace falta ser muy malicioso para sospechar que esa negligencia tiene que ver con el género: se la trata con especialidad por tratarse de una dama, sin importar que, con ello, se patrocine la mediocridad. Muchos no ven en Adriana un árbitro común y corriente -lo que sería de elemental justicia- sino algo así como una simpática mascota cuya única gracia es correr de aquí para allá con pantalones cortos. Pregunto yo: ¿A eso se llama una justa valoración de lo que puede hacer una mujer?

Manuscrito hallado en un cajón


Manuscrito hallado en un cajón

De la edición impresa (Edición 297)

En este oficio de emitir opiniones es forzoso hacer de abogado de todos los diablos o dioses, pues, si se abandona uno a sus convicciones férreas, poco habrá para decir: no sé si Dios existe, los hombres son estúpidos y la única ciencia verdadera es pasar el rato. Cuando se trata de pensar sobre el papel, lo que uno escribe sobre las cosas depende de poco más que la humedad del ambiente, y después de varias decenas de columnas es imposible recordar qué se ha dicho de tanto asunto suelto, de modo que ser inexpugnablemente coherente resulta ser empresa solo para elegidos. Vaya un ejemplo de la opinión “variable y ondeante”.

Humano, demasiado humano


Humano, demasiado humano

De la edición impresa (Edición 296)

En mi conciencia está claro que he hecho lo posible por no hacer de esta columna un espacio de comentarios futbolísticos o algo por el estilo, pero no es culpa mía que en los últimos meses se hayan producido tantas y tan singulares noticias relacionadas con la pelota pecosa: un atentado contra el entrenador campeón de América, un título continental ganado por los jóvenes de nuestro terruño, la canonización popular de tres futbolistas metidos a náufragos (usted, estimado lector, sabrá que sobre todo esto nos hemos pronunciado) y, ahora, el asesinato de un desesperanzado hincha del Santa Fe a manos de sus propios compañeros de tribuna. Además, si desdeñara estos temas me vería obligado a echar mano, supongo, de asuntos tan grises como las contiendas del Congreso, las operetas del proceso de paz y quién sabe qué otras zarandajas de esas que tanto interesan a los ejecutivos pero que a mí, debo decirlo, me aburren tanto como el ballet.

Casa de muñecos

De la edición impresa (Edición 295)

Una vez estuve en el Cementerio San Pedro y sufrí un pavoroso escalofrío al ver, adornando lo que debía ser la bóveda de un niño, a un sonriente pero siniestro Mickey Mouse; adivinaba uno que los padres, en medio de su astronómico dolor, habían querido llevar hasta el nicho de su hijo a quien acaso había sido su mejor amigo, su héroe o, quizá, un símbolo del almita de la criatura. La visión era tan conmovedora que se olvidaba uno de la naturaleza farandulera del ratón, y de ningún modo se percibía que se violara la silente solemnidad del cementerio. Sin embargo, en los días que corren, otros monigotes, decididamente más profanos, han invadido con toda desfachatez la casa de los muertos, llenando de bulla y aplausos un aire que debería estar ocupado solo con el untuoso amén de los dolientes.

Los futbolistas


Los futbolistas

De la edición impresa (Edición 294)

Juan Carlos OrregoPara nadie es un secreto que el fútbol goza de la peor fama entre la mayoría de las “gentes educadas”, quienes ven del famoso deporte sólo su escoria: las turbas de hinchas que despedazan ventanales, los millonarios contratos que hacen pensar en trata de humanos, los jugadores achicharrándose bajo un sol africano por culpa de los horarios televisivos y, cómo no, las travesuras dementes de algunas estrellas que, en su tiempo libre, disparan tiros al aire o destruyen costosísimos automóviles. Umberto Eco, abanderado de los críticos ilustrados, escribe que “el fútbol ha estado desde siempre relacionado, para mí, con la falta de sentido y con la vanidad de todo, y al hecho de que el Ser no pueda ser otra cosa distinta a un hueco”.

Mi abuelo el Papa


Mi abuelo el Papa

De la edición impresa (Edición 293)

En mi cabeza hay un recuerdo de cuando yo tenía cuatro años y medio: de regreso de un paseo —creo que a La Pintada— voy en un carro con mi familia y, cuando vamos pasando por un puente, por el radio del vehículo se escucha la noticia de que el Papa ha muerto. En la memoria me ha quedado sólo ese vestigio sin rostros de aquel histórico episodio de 1978 en que, en menos de dos meses y medio, tres papas se sucedieron en la silla de San Pedro. Mi mamá tuvo que explicarme, años después, que aquel Papa muerto en el paseo había sido Paulo VI, pues, a su vez, ella recuerda que la misteriosa muerte de Juan Pablo I se la notificó mi papá al salir del baño, recién afeitado y en toalla.

El plebeyo durmiente


El plebeyo durmiente

Juan Carlos OrregoA mi hija le va bien en eso de dormir, y a sus casi tres años ha desarrollado una especial sensibilidad por el tema, de modo que la visión de una persona dormida –espectáculo soso a más no poder- le parece el fenómeno más inquietante de la naturaleza. Devanando todo el asunto, resulta que lo que más llama su atención es el bulto de algún vagabundo a quien no le ha quedado otro remedio que echarse a dormir en cualquier césped o acera, sin ninguna posibilidad de intimidad dada la inaudita proliferación de transeúntes sobre la Tierra. Mi hija, entonces, me pregunta por qué el buen hombre de turno se ha recogido en un lugar tan inhabitual (no lo pregunta de ese modo, se entiende: que ni siendo la hija de Rufino José Cuervo). Yo le respondo cada vez con una frase que, de lo puro ingenua o tierna, un día de estos va a hacerme llorar: “Porque no tiene casita, bebé”.

Perlas a los cerdos/ Febrero (quincena 2)


Perlas a los cerdos

Algunos lectores de esta columna constataron que en diciembre andaba yo un tanto amargado, quejándome por el poco espíritu navideño que creía ver en todo mundo y quizá, sobre todo, en mí mismo. Pero ahora estoy seguro de que no se trata de un espejismo, y que es verdad que los ánimos generales andan por el suelo. Mi gran argumento es la fría recepción que tuvo el título suramericano de la Selección Colombia sub-20.

Tratado de literatura contemporánea/ (quincena 1)


Tratado de literatura contemporánea

Juan Carlos OrregoEl acomplejado Franz Kafka decía que odiaba, pues lo aburría, todo aquello que no tuviera que ver con la literatura. Singular expectativa, y a raíz de ella puede juzgarse lo muy antikafkiano que resulta el mundo de hoy, cuando para millones de personas lo más detestable que puede aparecer en sus vidas es un libro de literatura.

De la indignación a la herejía / Edición 288


De la indignación a la herejía

Juan Carlos OrregoAdemás de que fue una desgracia enrarecida, la de los hinchas de Atlético Nacional dejó de ser una desgracia propiamente dicha cuando voraces asaltantes, tres días después del subtítulo, dispararon contra el cuello de Luis Fernando Montoya: entonces ya poco importaba si un equipo de fútbol había cerrado el año como campeón, segundo o colero, y lo único que podía caber en la cabeza de cualquiera era, con toda frustración, que el nuestro es un país maldito. Se siente uno como, según escribe Efe Gómez -a quien andaba leyendo yo el día de los disparos-, se sienten los hombres ante las desgracias impensadas: “desamparados en un universo sin gobierno, sin rumbo, que fuera dando tumbos en medio de abismos de injusticia y de dolor”.