Criaturas unicelulares

Hace ya tiempo que la moda del celular llegó a las dimensiones de la caricatura más grotesca. Al principio emblema del poder adquisitivo de los millonarios, luego justificada herramienta de trabajo de corredores de bolsa acomodados, el teléfono portátil se ha convertido hoy en día en el más cotidiano adminículo en la rutina de cualquier hijo de vecino, a tal punto que solo se ve superado, en cantidad, por aretes y llaveros. Pero, claro, no son las cifras del uso lo que molesta, sino las razones por las cuales todos llevan en sus manos -o colgado de sus orejas- el dichoso aparato. Un hecho basta para ilustrar toda la enorme aberración que gravita entre las ondas de esta nueva costumbre: que niños recién egresados de guarderías, todavía novatos en la pronunciación de muchos fonemas, lleven consigo sus propios aparatos, comprados por padres manirrotos que disfrazan su fanfarronería con simulados argumentos de responsabilidad y vigilancia.

Hasta hoy muchos podemos sobrevivir y comunicarnos con precisión apelando al viejo sistema de la llamada al teléfono fijo y la “dejada” de razón en caso de ausencia del destinatario. Sin falsa modestia presento mi propia experiencia: he superado el drama de una esposa al borde de un parto -incluido un crítico viaje del padre más allá del río Cauca- sin que la carencia de celular me hubiera hecho desgraciado o un títere de los nervios. Y también sé que no por eso voy a quedarme sin amigos, y mucho menos van a burlarse de mí en una sala de cine. Incluso quienes tienen celular saben bien todo esto, y cada vez que, por alguna casualidad, se hace necesario hablar de sus teléfonos, son ellos los primeros en deshacerse en avergonzadas explicaciones que uno no les ha pedido: “No, a mí porque me tocó conseguir esta güevonada…”, y su consejo es unánime: “No comprés de esto”.

No hacen falta esas compungidas sugerencias: la sola observación de los hechos inauditos del día a día deja comprender muy claramente lo que uno debe evitar. La gran mayoría de quienes poseen el teléfono mágico no tienen minutos disponibles para llamar, y eso, realmente, parece no importarles, pues su expectativa se reduce a que otros los vean con la maravilla tecnológica en las manos, pretendiendo que se trata de un cetro o algo por el estilo. Los que tienen minutos a discreción se la pasan inventando pretextos para llamar a otros y estarse las 24 horas repitiendo las frases más banales, con precisión de máquinas programadas: “¿Dónde estás?”, “Ya salía para allá”, “Te marco en un minuto”, “Te llamé y me contestó el buzón”. Y en medio de semejantes parlamentos conducen sus autos, almuerzan y toman clases en la universidad, revelándose a tal punto obsesionados que uno, testigo de todo eso, no puede más que hacerse esta pregunta: ¿Y qué hacían cuando no existía el celular? Supongo yo que dormían hasta incubar ampollas, mascaban chicle en un balcón, leían Cosmopolitan o algo por el estilo.

Extraño destino el del teléfono: si en los días de su invención mostró la importancia de la comunicación expedita, hoy lo único que hace es poner en evidencia su naturaleza estorbosa. ¡Clic!.


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