En los avatares de la gastronomía es necesario aceptar que son dos las grandes tendencias que se oponen y a la vez, de esa manera, dinamizan la discusión: lo tradicional y lo moderno.
Jamás me he visto enmarcado en el bando de lo tradicional, pues en muchos aspectos de la vida, tanto en el pensar como en el actuar, soy vanguardista; pero desde hace algunos años, me siento en oposición con las últimas tendencias de la gastronomía.
Aclaro: no tengo nada contra el modernismo culinario; me parece importante el asunto de la gastronomía molecular; admiro como nadie la renovación de equipos y accesorios sobre los cuales se ha experimentado profundos estudios de física y química con una alta dosis de ingeniería; me descresto con los resultados de la cocina a base de hidrógeno; acepto la revolución de las transformaciones en el campo de las consistencias sólidas y líquidas. Pero me resisto a aceptar la nueva propuesta –hoy en boga– de preparar y confeccionar privilegiando el concepto de ensamblaje y diseño en detrimento del buen sabor, o mejor aun, de un sabor evidente.
Me explico: en las cartas que nos ofrecen actualmente, fácil es encontrar platos como los siguientes: “láminas de serrano sobre mousse de melón con obleas de aceitunas negras”. En principio uno cree que el plato viene con jamón serrano, melón y aceitunas, pero aquello que aparece a nuestra mesa es un remedo de lo enunciado y, por lo tanto, es necesario poner mucha imaginación y una gran memoria gustativa, para aceptar la propuesta. En otras palabras hay que adivinar y esto para no hablar de la moda de la deconstrucción, moda que en más de una ocasión me ha exigido pedir instrucciones claras para comenzar a degustar el plato, pues se puede correr el riesgo de comer lo que no se come y dejar a un lado lo comestible.
Hoy en día la moda son los menús de degustación, es decir la oferta de una serie de platos, entre siete y diez servicios de la entrada al postre. Se trata de un largo y dispendioso proceso en el cual si bien se disfruta de la variedad, al final del recorrido se necesita tener memoria de concursante de programa de televisión, pues fácilmente se puede caer en la confusión en cuanto al orden de su degustación, sus sabores y sus nombres.
Añoro entonces los menús de máximo cinco o seis servicios, cada uno de ellos avalados por una propuesta sólida del sabor que enuncia la carta. En otras palabras: cuando me sugieren espárragos al limón, me llegan espárragos con deliciosa mantequilla al limón; cuando me dicen consomé al jerez, me llega un caldo de sustanciosa proteína animal con insinuado y preciso toque de jerez; cuando me proponen medallones de solomito en salsa de champiñones, me sorprenden un par de dados de carne cuyo corte y salsa son incuestionables.
Me encanta observar las nuevas generaciones de chefs y sus incursiones en el mundo de la nueva mesa; sin embargo, considero que muchos están trabajando por sobresalir con platos cuya estructura estética tenga reconocimiento, antes que lograr algo sublime en cuanto al sabor.
Todo lo anterior se deriva del auge que ha tomado el menú de degustación. Afortunadamente las modas pasan.
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