No pretendo moralizar, pero aquello que se vivía como época de Cuaresma en el Medellín de los años 60, nada tiene qué ver con lo que acontece actualmente, cuando la dejadez en lo referente al ayuno y, por consiguiente, a la Vigilia (léase abstinencia de comer carne los viernes de Cuaresma) roza con un paganismo galopante.
Hace 40 años comerse un chicharrón un jueves o viernes santos era sacrilegio; hoy su majestad el chicharrón se consume durante estos dos días, como si fuera pan bendito. ¿Total? el apetito paisa, prefiere su marrano terrenal por encima de los preceptos que le aseguran ganarse el cielo comiendo el pescado angelical.
Y es que los antioqueños – quién lo creyera – no somos amantes de la cocina “ictiológica”, aunque los cronistas del siglo XVIII y algunos literatos de finales del XIX y principios del siglo pasado son bastante recatados en sus comentarios de mesas y fogones, pues de alguna manera dejan entrever la presencia de sabaletas, capitanes, bagres y moncholos en este territorio preñado de ríos y quebradas; sin embargo, una mirada más rigurosa a las costumbres culinarias campesinas y a las cocinas urbanas de la época, nos permite aseverar una escasa presencia del pescado en la mesa y más aun de recetas vernáculas en el día a día culinario; tal vez Carrasquilla, nos explica el asunto con su atinada expresión “…en asunto de olores y sabores, todo se reduce a remilgos de crianza”.
Actualmente, los adelantos tecnológicos (transporte aéreo diurno y nocturno y refrigeración especializada) además de los avances en sistemas de distribución y comercialización permiten que el comensal antioqueño pueda disfrutar una gama de pescados y mariscos originarios de los más diferentes mares y países del mundo. Paradójico: hace 40 años comerse en Medellín una cola de langosta, un langostino, un camarón o un filete de cualquier pescado, era un reto a la salud.
Nunca he sido un católico ejemplar, pero en mi condición de goloso hace más de medio siglo que disfruto la atmósfera culinaria que se genera durante la Cuaresma y en los últimos años con los adelantos tecnológicos referidos, brotan en diversos rincones de Medellín, hornillas y fogones regentados por un ejército de mujeres (cabezas de familia) procedentes de otras partes de Colombia, quienes por razones de la situación política, se han venido para esta ciudad y están logrando sobrevivir con aquello que saben hacer perfectamente: ¡cocinar! (cocineras de Quibdó, Itsmina, Tumaco, Buenaventura, Guapi, Apartadó, Lorica, Tolú, Turbo, Caucasia, Bolombolo, y La Pintada).
Unas como cocineras en restaurantes populares, otras tantas como cocineras en restaurantes y hoteles de categoría y muchas más como empresarias independientes en plazas de mercado, aceras y parques públicos, trabajan de sol a sol preparando aquella cocina que tanto embruja a los paladares blancos. De sus manos y calderos salen tortas de pescado seco, postas de bagre frito, atollado de arroz con camarones, sancocho de lebranche en leche de coco, tamal de plátano verde con pargo y camarón, langostinos en cazuela con cilantro cimarrón, fiambre de pescado con yuca cocinada, calamares rellenos con cabecitas de camarón, parguito rojo con arroz de coco… y el listado continúa.
Quede claro: en épocas de Cuaresma y Semana Santa vale la pena renunciar al chicharrón, pues los ejemplos de buena cocina abundan tanto en restaurantes de categoría como en los más humildes fogones callejeros. Todo es cuestión de conocer la ciudad y… nada de remilgos.
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