/ Julián Estrada
Uno de los accesorios más importantes en el mundo de la gastronomía y de la buena mesa es la servilleta.
Muchos son los historiadores del yantar que adjudican la intromisión de este accesorio a Catalina de Médicis; otros, de manera más irresponsable y atentando contra la sabiduría del genio, aseguran que el culpable de tan elemental artefacto fue Leonardo Da Vinci. Por su parte, Juan François Revel, reconocido historiador gastronómico, advierte que el symposium, hoy entre nosotros entendido como una reunión de expertos para discutir alrededor de un tema, era, refiriéndose a la Grecia Antigua, un encuentro exclusivamente masculino, con la intención de beber y conversar alrededor de unas viandas y en el cual los “señores” limpiaban sus manos en las cabelleras de los jóvenes que los atendían. No importa la época de la historia -y aunque suene ordinario- el hombre desde que come se ensucia, se mancha, se empegota y se limpia.
Hoy en día la servilleta es algo tan común que su importancia pasa inadvertida hasta el preciso momento en que las circunstancias la exigen. En el mundo de la buena mesa, aparecen de diferentes formas: desde el más diminuto y escuálido triángulo de papel absorbente, hasta el más generoso y fino rombo de algodón egipcio; para muchos restaurantes y negocios, este accesorio no merece tenerse en cuenta, para muchos otros – los que saben de la importancia del detalle para lograr el éxito – es fundamental.
Existen colecciones y coleccionistas de servilletas famosas: las hay con el “rouge” de los sensuales labios de Marilyn Monroe; otras con bosquejos de Picasso; otras más con ecuaciones de Einstein; pero, sin lugar a dudas, la más famosa de todas las servilletas es aquella en la cual Stalin y Churchill se repartieron a Europa. ¿Colecciona usted servilletas?
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