No es la primera vez que escribo sobre el tema. Una cosa es saber de cocina y otra muy distinta es saber de gastronomía. Hoy en día, todo aquel que se pone un gorro de chef, lanza langostinos y tortillas al aire y se responsabiliza de un asado entre amigos –con buenos resultados– de la noche a la mañana comienza a sentirse un auténtico cocinero. Convengamos: hasta el más analfabeto del mundo puede llegar a ser buen cocinero, pues la nobleza del oficio no pone talanqueras de conocimiento; paradójicamente, en nuestro medio abundan no solo buenos sino excelentes cocineros que se firman con la huella digital.
El saber gastronómico, como la mayoría de los conocimientos especializados, exige un largo y detallado proceso de formación y estudio. El universo de alimentos para conocer de manera integral, desde su origen rural hasta su llegada a manteles, es infinito; la lista de productos naturales de orden vegetal, animal y mineral, presentes en los cuatro puntos cardinales del mundo, es un reto sin fondo y la lista de productos procesados artesanal e industrialmente es algo similar.
Cerveza, vino, queso, pan, aceite y vinagre exigen una vida entera para su conocimiento. Saber de pescados y mariscos y reconocer las diferencias gustativas entre especies similares del océano Atlántico con aquellas del Pacífico, es una osadía que exige años de un permanente viajar y yantar; además, reconocer y practicar los numerosos cortes de carne de res y de cerdo que se implementan en la carnicería mundial, es un conocimiento que muy pocos maestros del cuchillo, dominan completamente.
A todo lo anterior se suma una multiplicidad de cocinas nacionales, derivadas de millares de cocinas regionales, cuyos recetarios son fuente inagotable de investigación. No pretendo decir que no se puede opinar de gastronomía. Pretendo, sí, decir que es necesaria una actitud seria y responsable para hablar sobre el tema. Recomiendo aplicar el principio de la sabiduría popular árabe que dice “el hombre por tener dos oídos y una boca, debe oír el doble de lo que habla”. Y lo digo, porque en nuestro medio abundan los patanes que con facilidad pasmosa, después de un viaje a París y dos pasadas por Buenos Aires, argumentan de vinos a diestra y siniestra y solo ellos conocen el secreto del soufflé y la chimichurri. La gastronomía tampoco puede reducirse al placentero hobby de almorzar cinco veces a la semana (en todo tipo de restaurantes), circunstancia que permite endosarse la aureola de crítico gastronómico, dada la extensa lista de cartas y platos que tal experiencia genera.
No quiero aparecer como regionalista a ultranza, pero considero que la gastronomía colombiana se encuentra muy disminuida por la falta de una crítica y una polémica permanentes y bien estructuradas. No conocemos nuestro recetario del maíz, no conocemos nuestras frutas, ni nuestras bebidas (petos, horchatas, motes, chichas, mazamorras y guarapos); ni nuestros quesos, ni nuestros pescados. La cocina y la gastronomía colombiana no pueden reducirse a cinco o seis recetas (ajiaco, sancocho, mondongo, lechona, arroz con coco, bandeja paisa, etcétera).
Reitero: bienvenidas la polémica y la discusión, pero con análisis y reflexión. Estoy convencido de que es mucha la masa que existe para cortar sobre nuestra cocina. Invito a que seamos inicialmente críticos gastronómicos de la yuca, la arepa, el hogao, la longaniza, la mazamorra, el tamal, la papa rellena, la empanada, etcétera, etcétera… con la misma pasión de aquellos que hoy se autoconsideran avezados críticos gastronómicos del salmón, el caviar, los jamones, el faisán, el queso y el vino.
[email protected]