Yo también estuve en la casa de María Duque. Trabajando y tomando tinto de olla, hervido varias veces.
Esa tarde María abrió la puerta y llenó la entrada con su ancha humanidad. No lo podía creer. ¿Era ella la seductora reina de la noche? Tardé en relacionar la mujer que imaginaba con la madama que me saludaba hospitalaria. Por eso, igual tardé en mirar hacia el fondo y descubrir la pequeña nevera azul cielo, rematada por un cuadro que, en la penumbra, no parecía ser el del Sagrado Corazón que presidía tantas viviendas antioqueñas. No. Es que ésta era diferente: un pasadizo largo escoltado por cubículos en galería, separados entre sí con telas multicolores que yo observaba de reojo, mientras a paso lento recorríamos la distancia que nos separaba del extraño vestigio de lo que fue un salón casi parisino -como los frecuentados por Proust-, lleno de luces, algarabía y amores escondidos.
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No le perdía detalle a la anfitriona: rechoncha, llena de crespitos y de arrugas, con labios y uñas rojísimos y con los encantos de tiempos idos, fuera de lugar… Y llegamos. Ahí, frente a nuestras narices -las de mi colega Maryluz Vallejo y las mías, la entrevista fue conjunta-, estaban las dos posesiones terrenales más preciadas de María: la nevera y el Botero. Así como lo leen: “Para María”. El cuadro era un dibujo original firmado y dedicado. Colgado en el lugar perfecto. (Mi primer encuentro con un Botero real).
“Yo lo quise mucho, avemaría; y él a mí. En estos días le escribí una cartica, que unos amigos le van a entregar”. Le digo: “Fernandito, recordá que fuiste mío –cuenta la leyenda que fueron varios los que perdieron gratis la virginidad con ella-; estoy muy necesitada, ojalá me podás dar una ayudita”.
(Lovaina, vecina del cementerio de San Pedro, fue una calle larga que adquirió fama en los años treinta del siglo pasado, gracias a sus burdeles. “Cuando la putería era decente, elegante”, afirmaba María, quien, viuda y con dos hijas, llegó de Yarumal, prendió su propio bombillo rojo y atrajo visitantes como chapolas. “Por aquí pasaron expresidentes, empresarios, escritores, estudiantes…” Y, Fernandito, el encargado de entronizarla en la historia universal de la pintura).
“El mundo se llama ahora La casa de María Duque (1970), Casa de Ana Molina (1972), Casa de las mellizas Arias (1973). Allí en esos escenarios, y gracias a la adolescencia bohemia de Fernando Botero, se revive una época extinta, poblada por sus fantasmas… Es el mundo de sus parrandas provincianas y el de su análisis, recursivo y descarnado, de la mejor pintura. Un mal gusto populachero y entrañable, un mal gusto subdesarrollado, de desmesuras y contrastes, alimenta la dilatación formal de esas figuras… Volúmenes en una atmósfera que se ofrece a nuestros ojos con la candidez del retablo…”. Frases del poeta y crítico de arte, Juan Gustavo Cobo Borda, sobre un hombre auténtico, generoso y genial que, con lo que hizo, alcanzó la eternidad.
ETCÉTERA: Si la carta llegó al destinatario y si la ayuda llegó a la remitente, no sé… Tampoco sé dónde fueron a parar la neverita azul y el original de Botero… Y, tampoco, por qué cada que pienso en la casa de María Duque, revivo el guayabo que me produjo ese tinto de olla que no sabía a café. (¡Por vos, Fernandito!)