Había una vez una bella ciudad llamada Medellín, cuya zona central tenía lindos parques y arborizadas vías. Sus zonas verdes y avenidas disponían de amables bancas en las cuales podíamos sentarnos a tomar el fresco de la tarde, a oír los pájaros o a escuchar la retreta; a comernos un pastel y a dialogar con los amigos. A mirar las quinceañeras que bajaban a comprar el disco de moda o a disfrutar un perro caliente en El Colmado, pasteles en Mauna Loa, moritos del Astor o conos de San Francisco.
Pero un día comenzaron a aparecer los vendedores ambulantes y nos pareció muy graciosa su manera de ofrecer mercancías. Luego llegaron habitantes de la calle a fumar marihuana. También lustrabotas, merenderos, empresarios de apuestas ilegales, “rateros”, “sacoleros”, reducidores, fufurufas y vendedores de alucinógenos. Entre todos se apoderaron del espacio público.
Casi nunca las autoridades hacían campañas para recuperar estas áreas públicas. Cada que se aproximaban elecciones, los candidatos conseguían votos con promesas como la de garantizar la estabilidad de tales asentamientos ilegales en zonas públicas, ofrecían carnés y hacían pintar las chazas de verde y blanco.
Los ciudadanos de bien perdimos el Centro. A los nuevos amos debemos pedirles permiso para circular por las zonas púbicas.
Había una vez una linda ciudad que tenía unas amplias vías, construidas muchas de ellas con el aporte de los ciudadanos a través de la valorización. Esa ciudad comenzó a crecer, a ser un polo de desarrollo regional y nacional y a atraer muchos habitantes que lentamente habitaron las laderas del Valle de Aburrá.
La ciudad vivió un proceso de ascenso de su población, que pasó de la bicicleta al carro y a la moto; éstos, rápidamente coparon todo el sistema vial existente. Los carros y las motos, además de utilizar las vías para circular, las utilizaron para estacionar, bajo la mirada complaciente de las autoridades. En estos parqueaderos improvisados aparecieron unos señores que volean un trapo rojo, quienes defienden los espacios públicos como patrimonio propio a sangre y fuego.
La ciudad se convirtió en un parqueadero y en lavadero. Sus ciudadanos poco se preocuparon por depositar sus vehículos en parqueaderos privados, ayudaron a empeorar la colapsada movilidad.
Tenemos una ciudad invadida, sin autoridad que vigile, prohíba, multe y regule el uso del espacio público. Hacemos cuantiosas inversiones en vías y las destinamos a parqueaderos. Vías de tres o cuatro carriles, muy pocas por lo demás, las convertimos en vías de uno o dos carriles. Ocurre en la avenida El Poblado, la 10, el barrio Colombia, el Centro Automotriz, la 33, la Nutibara, la avenida Jardín o Guayabal.
Si agregamos la indisciplina de buseros y conductores en general, que paran en el carril que les parezca, sumada a los acopios de taxis y al estacionamiento de motos a ambos costados de las estrechas vías, estamos realmente mal.
El abuso llega al tope que varias empresas colocan avisos de “prohibido parquear” con conos y cadenas en la vía pública frente a sus instalaciones a fin de reservar espacio para sus clientes y empleados.
Hemos aprendido una lección a punta de sanciones: las fotomultas nos obligaron a respetar límites de velocidad y las señales de pare. ¿Por qué no utilizar este mismo mecanismo para enfrentar este desastroso caos?
Alcalde Federico: usted ha tenido el valor de recuperar el emblemático parque de Berrío para la ciudad, hecho que merece reconocimiento. Lo invito a tener igual o mayor entusiasmo para hacer respetar nuestro espacio público y devolver lo que le pertenece a la colectividad. De paso, hágase a unos buenos recursos que le servirán para obras viales.
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