/ Julián Estrada
Hace muchos años tuve el privilegio de vivir en Bruselas. Espero que mi memoria jamás me falle y pueda mantener intactos en mi caja gris los aromas y sabores de la más prolífera y atiborrada salsamentaria de barrio que he conocido en mi vida. Madame Pavlova, su propietaria, era una mujer rusa de más de ochenta años, con un semblante de mujer de noventa, pero con una agilidad de trapecista de circo ruso, pues subía y bajaba de sus estanterías con mayor agilidad que la de su gato. Traspasar el contraportón de vidrio y de campanas delatoras, significaba llegar a un lugar saturado de mercancías provenientes de toda Rusia y de imposible reconocimiento para un provinciano de un país tropical. En un maremágnum de cajas, frascos, botellas, charoles, canastos, damajuanas, tolvas, estantes, neveras y vitrinas, el surtido de alimentos –todos desconocidos– era completamente fascinante; pero más fascinantes eran los aromas de esturiones, albóndigas, salamis, salchichas y jamones que se mezclaban con aquellos de preparaciones en vinagres y mostazas, y con las poncheras de pimientas y alcaparras secas, amén de una docena de quesos deliciosos e impronunciables. Sin embargo, allí reinaba el aroma del mejor y más afamado arenque seco… hoy, después de cuarenta años, todavía me lo saboreo.
Hace diez años visité por primera vez a Quibdó, adonde viajé con un canastado de incógnitas culinarias y, por consiguiente, ávido de despejarlas; conocí su pusandao y sus carnes saladas, conocí sus quesos, conocí sus longanizas ahumadas; cuando pretendí conocer su pescado seco, me encontré con un fenómeno social y cultural de talla mayor; en efecto, la llegada de la época del pescado seco es una cruzada de comercialización que transforma el embarcadero de la plaza de mercado sobre el río Atrato en un epicentro de compraventa, cuya cantidad no cabe en la imaginación del visitante; son cientos y cientos de canoas y embarcaciones que llegan y salen permanentemente cargadas con unos alijos apilados en altura, cuya forma y color los convierten en una auténtica instalación de arte contemporáneo (opinión que expongo, con la venia de los especialistas Alberto Sierra y Carlos Arturo Fernández); pero más interesante aún es enterarse de que dichas canoas viajan río arriba –algunas durante cuatro o cinco días, otras durante más de una semana– para proveer caseríos y aserríos cuyos habitantes logran permanecer hasta medio año en la remota selva, consumiendo únicamente pescado seco, además de la carne de monte.
Los aromas culinarios son un tema más de la lista de “discusiones infinitas” en donde nadie tiene la razón. Con motivo de la proximidad de la Semana Santa, un discreto recetario del pescado seco sale a relucir en cocinas y comedores de todas las clases sociales en muchas regiones de Colombia. Lo que acontece en nuestro medio –Medellín y Antioquia– donde el remilgo y la repugnancia han combatido durante siglos los sabores ictiológicos, será el tema de mi próxima columna.
[email protected]