El cambio de uso del claustro de las Carmelitas Descalzas, del edificio donde treinta años después operan un hotel y restaurantes, marcó una de tantas polémicas entre habitantes de El Poblado y las autoridades. “El Estado se pasa las normas por la faja”, dijo Vivir en El Poblado en un Editorial.
1991-1992
Corría marzo de 1991 y El Poblado y su barrio Provenza eran otros en tamaño, población, ocupación del suelo y vecinos. Y un trasteo, lo que podría definirse como un simple trasteo, al final develó no solo lo que vendría en esa década en materia de transformación de las viviendas de toda la vida en una diversidad de usos, como lo podemos apreciar hoy, sino también, tal vez lo más delicado, en un distanciamiento entre la ciudadanía y sus autoridades. En descrédito y desconfianza.
El trasteo en cuestión fue el de las Carmelitas Descalzas de su claustro ubicado en predios que hoy identificamos como el Hotel Selina y, por el costado occidental, los restaurantes Romero y Rocoto. Las monjitas ocupaban la edificación desde 1959 y, en sus palabras de despedida, dijeron que el desarrollo de El Poblado, las nuevas construcciones y la variación de los usos del suelo contribuyeron para que se perdieran el ambiente de barrio y la privacidad necesaria para la vida de un convento. También se quejaron por lo costosos de los impuestos.
“Un camión de trasteos se llevó los últimos enseres de las Carmelitas Descalzas del barrio Provenza. La luz de las 6 de la tarde alumbró el Corazón de Jesús que después de 30 años de permanecer oculto en los claustros del convento vio cómo las calles del barrio eran otras, sus vecinos de siempre también se habían ido”, informó en esos tiempos este periódico, que para la época se llamaba El Poblado y circulaba con doce páginas, una vez al mes.
Puesto en venta, el predio atrapó el interés de dos proponentes: el primero, una clínica particular, que ofreció 180 millones de pesos; el otro, el Ministerio de Justicia, que casó 300 millones, con el propósito de poner allí en funcionamiento oficinas de Instrucción Criminal.
Vendido al mejor proponente, el viejo convento, que hoy está instalado en el Monasterio San José, entre Manrique y Villa Hermosa, pasó a manos del Ministerio, lo que desató el rechazo de la ciudadanía. “Un ministro de Justicia no puede empezar por violar la ley. La comunidad puede estar tranquila de que ninguna dependencia pública puede ser instalada en este inmueble”, dijo Gabriel Congote como miembro de la junta administradora local de El Poblado.
Congote les daba voz a quienes decían que el barrio, habituado toda la vida a los aromas de las galletas recién horneadas, el sonar de las campanas y el coro de las monjitas, por ese nuevo ocupante de Instrucción Criminal presentaría incremento del tráfico que ya acosaba a la calle 10 y sus alrededores, deterioro del ambiente residencial, invasión de las vías por la carencia de parqueaderos y hasta el riesgo de un ataque terrorista, tan posible en esos años noventa.
El director de Planeación de la época citó el acuerdo 38 de 1990 como sustento para impedir ese uso del bien: “En este lugar no pueden operar dependencias públicas”, dijo-, mientras el alcalde Omar Flórez se manifestó de acuerdo con la comunidad.
Sin embargo, por encima del decreto, una resolución del alcalde, el Código de Policía y la Ley de Municipalidades, el ministerio ordenó que oficinas administrativas de la Fiscalía ocuparan el viejo convento de las Carmelitas. Luego estos despachos se instalarían en La Alpujarra.
Un editorial del periódico reflejó la posición de un sector de la ciudadanía, que en años siguientes hizo pronunciamientos similares frente a ocupaciones como la del extinto Edificio Mónaco o la estación de Policía en una vieja finca de Manila: “Ya basta: no se puede permitir que se dicten normas para que sea el propio Estado quien las transgreda. ¿Con qué autoridad moral se le puede pedir a alguien que no se pase un semáforo en rojo? ¿Cómo pedir el más mínimo acto de civismo? ¿Cómo enseñarles a nuestros hijos el respeto por un Estado que no se respeta a sí mismo?”.