/ Claudia Arias
Comer en un restaurante suele ser un acto entrañable, unas veces más que otras, pero en general es una ocasión en la que compartimos con personas que queremos y que nos dispone a una experiencia grata. También hay rupturas o reuniones con motivos no tan alegres, pero son menos frecuentes.
Quizás por ello resulta tan frustrante que aquello que pedimos no cumpla con nuestras expectativas: estamos invirtiendo tiempo, dinero y apostándole a algo que debería ser rico, entonces si no es así, molesta. Más difícil se vuelve el asunto cuando hacemos alguna solicitud o recomendación especial sobre lo que pedimos y esta no es atendida.
Recuerdo una anécdota de alguien que pidió que le cambiaran el puré por unas papas fritas y la respuesta del mesero fue que allí no hacían papas fritas y que el chef decía que ese plato iba con puré. “¿Quién se lo va a comer, él o yo?”, preguntó el comensal molesto, sin haber siquiera ordenado su plato –que ya no iba a saberle bien de ninguna manera–.
Los cocineros estudian y trabajan para preparar recetas tradicionales conocidas o para proponer sus propias creaciones, pero no son omnipotentes en cuanto a lo que debe comer alguien. Hay límites, claro está, si se visita un restaurante con una propuesta de vanguardia se va dispuesto a escuchar y probar lo que el chef tenga planeado, igual cuando se trata de un menú degustación, en estos casos es mejor abstenerse de ir si no se está dispuesto a probar o a dejar algo a un lado sin armar un alboroto. Pero pedir que el pollo salga más asado y que te digan que no porque la receta no es así, no tiene siempre sentido.
También hay maneras. ¿Qué tal si el mesero en cuestión le hubiera respondido al cliente que no tenían papas fritas, pero que le ofrecía criollas o cocidas? Una sutileza que habría ayudado; como también le habría ayudado a aquella que pidió una Coca Cola y le dijeron que no había, pero que le ofrecían vino porque estaban tratando de educar a sus clientes… “¿Educar? No, no me eduquen a mí que yo ya estoy muy grandecita”, replicó.
Una cosa es proponer e intentar cambiar hábitos con preparaciones novedosas y ponerlas a consideración del público, otra creerse el dueño de la verdad e imponer. Pero si bien no podemos dejarnos tiranizar por los cocineros, tampoco como comensales debemos actuar con ínfulas y destruir sus propuestas, ser crítico es un asunto serio, no basta con visitar un lugar, probar un plato y acabar con la reputación de chef y restaurante por medio de las redes sociales.
Pamela Villagra, colega chilena que vive en Bogotá, publicó recientemente una foto de un tablero a la entrada de un restaurante que rezaba: “Aquí el cliente nunca tiene la razón, la razón la tiene el que cocinó y la que te sirvió. ¿Se cree crítico de gastronomía? Nos importa un pito”. Al postearlo ella sabiamente anotó: “No al ego de los cocineros/as. No a la necedad de algunos mentecatos clientes. #NoSomosEstrellasMichelin #MasterChefNoTeHaceCrítico”.
Y para ponernos políticos en semana de plebiscito, que no nos devore el ego en la cocina como nos devoró en las urnas, es mejor trabajar juntos y respetarnos. Así lo resume Pamela: “El sector debe conocer y comprender los códigos del nuevo consumidor –que consume y produce contenido–… y el cliente debe abrirse a nuevas experiencias, exigiendo lo que es justo, pero con el criterio de distinción de que lo que no me gusta, no significa que no esté bien hecho”.