Querido Coronavirus. Ya sé que vienes de una familia distinguida porque eres de la estirpe de esos ingenieros genéticos que utiliza el ordenador celular de algunas especies animales y la especie humana para replicar su programa. Viéndolo bien, no eres ni bueno ni malo, cumples al pie de la letra el plan que la naturaleza te ha asignado. No tienes ahora más poder que aquel que los seres humanos te otorguemos. Te mueves si nos movemos. Con la incubadora de nuestras manos te proyectas a distancias inverosímiles para tu fragilidad química. Con nuestro retiro te contraes. Si la humanidad se aquieta, tú no tienes más remedio que aquietarte.
Lo has hecho demasiado bien, y aunque pienso que te has excedido en tus funciones ocultas para despertarnos del sueño, esto es quizás porque nosotros no lo hemos sabido asumir con toda la responsabilidad del caso. Sé que no tienes modo de entenderlo pero, por si acaso, te lo voy a decir: más allá de tu prodigiosa virulencia, has logrado despertar, con nuestra responsabilidad, una onda de solidaridad que frenará tu expansión desordenada.
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Me atrevo a decirte también que gracias a ti el mundo no volverá a ser lo que hasta ahora ha sido. Conquistaremos la fortaleza de una vulnerabilidad que nos aportará la grandeza de la humildad. En ella y con ella nos podremos volver a dar de corazón la mano y disfrutar de la democracia del alma. A lo mejor, también gracias a ti, un día reconozcamos que nacimos a una cultura sin la contaminación de la discriminación y los combustibles fósiles.
Debilitaste los valores de la bolsa pero has fortalecido la economía de los valores humanos. Que no se me olvide, querido coronavirus – ahora casi te tengo simpatía – que agradezco un efecto colateral mayor de tu invasión. Fortalecer el indispensable movimiento hacia una sanidad pública universal. Aunque es y seguirá siendo por unas semanas muy duro, has venido como un cincel implacable a revelar la belleza de las gemas de la solidaridad y la compasión que ordenan desde adentro nuestro corazón humano. ¡Gracias!
Por Jorge Carvajal