Hablemos de tres palabras inseparables, una trinidad que hemos desintegrado y que nos urge que coexistan si, en realidad, queremos cambiar el mundo.
Todo activismo debería ser una suerte de pedagogía. También una manifestación voraz del deseo de un debate constructivo, capaz de transformar realidades. He sido y soy activista y aunque pésima gregaria de las alineaciones que quieren impedirme el pensamiento, he procurado, con principios más cercanos al respeto por la vida que a la misma e insensata coherencia, defender los derechos humanos. Por eso miro con asombro algunos movimientos activistas en los cuales el odio triunfó por encima de los sueños e ideales, la incapacidad de dialogar sobre la palabra. El grito aterrador que invita a la guerra clava, por estos días, su espada en el corazón de la reconciliación.
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Sé que esta columna me traerá problemas, porque entre esos activismos que menciono también se perdió la oportunidad de debatir o de estar en desacuerdo con algunas de las posiciones que fluyen entre ellos mismos. No obstante, la escribo porque creo que, hoy más que nunca, necesitamos recuperar ese espíritu heroico que han tenido cientos de activistas y que tantas veces nos ha puesto a pensar, ese que nos mostró la inequidad entre hombres y mujeres, el mismo que nos está diciendo que si no hacemos algo acabaremos con nuestro planeta, ese que le grita desde el Sur al Norte, que nuestros saberes y conocimientos importan. Si no fuera por los activistas, a los que les interesa construir una mejor sociedad con discursos, acciones y símbolos poderosos, no sabríamos lo que está mal.
Fue por mujeres activistas, por ejemplo, que me puse de nuevo de pie tras un momento muy doloroso en la vida. De ellas aprendí que los derechos de las mujeres son derechos humanos. También fue gracias a millones de historias activistas que sucedieron antes de mi nacimiento, que pude estudiar, aun siendo una mujer de clase baja y campesina. Ellas supieron exhibir las incomodidades a la luz pública; pero, también tuvieron esa extraña valentía de la escucha y ese inmenso poder que a veces olvidamos y que con movimiento se expresa en el verbo negociar.
Si le debemos tanto al diálogo que parte de la acción y del deseo inmenso de manifestarse a favor de una causa social o política, ¿por qué insistimos en abandonar el activismo en las meras tribunas del incendio, el insulto y las amenazas? Palabras que tantas veces anteceden a la muerte. ¿A quiénes beneficia esta actitud?, ¿alguna vez hemos pensado para quiénes nos convertimos en guerreras y cuáles son sus reales intereses? Si no queremos que las realidades cambien ¿para qué luchamos?
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En su etimología, la palabra activismo, quiere decir acción. ¿Existen formas más bellas de la acción humana que la capacidad de enseñar y de dialogar? Stefan Zweign, en uno de sus más bellos libros, Los ojos del hermano eterno, escribió: “¿Cómo puedes saber qué es verdadero y qué es falso si miras todo desde lejos?”. Sería hermoso pensar en el activismo como una cierta forma extraña de conocer al otro… A los otros.