Desear

Alguna vez escuché decir que desear es la mejor manera de tener. Hoy pienso que hay que tener cuidado con todo lo que se desea.

Acostada en el sofá azul de mi casa, mirando el techo como me gusta hacer en los momentos en los que quiero entregarme a los pensamientos más absurdos, me pregunto: ¿qué pasaría si se cumpliera todo lo que he deseado en la vida? Primero, sonrío. Me imagino recorriendo los pasillos de aquel periódico de fama internacional, entrevistando a personajes jamás contemplados y escribiendo durante largas y largas horas mientras muchos animales caminan cerca de mi casa. Luego, la sensación se vuelve insoportable y quiero salirme de la hipnosis que, de manera inocente, me he provocado.

Recuerdo al exnovio aquel a quien le deseé soledad infinita luego de sentirme engañada, también a la compañera de trabajo que quise que lo perdiera todo, a mi madre el día en el que, adolescente, le dije que soñaba que se fuera de la casa. Pienso en mi padre cuando deseé que se muriera, en aquel día que dije: “Ojalá me quiebre un pie para no tener que ir a esa reunión”, y en mi compañero de vida a quien visceralmente le he deseado la desgracia durante algunas de las más absurdas peleas que tenemos las parejas.

Hace poco escuché a Daniel Tubau, quien fue mi profesor de guion en la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, en Cuba, hablar de la maldición griega, aquella que dice: “Ojalá se te cumpla todo lo que deseas”, una expresión que parece en principio un sueño; pero, luego una condena.

¿Se han imaginado qué pasaría si a uno se le cumple todo lo que desea en la vida? He hecho el ejercicio durante semanas y, por más que me precie de mi bondad, respondo a él con relativo temor. ¿Las razones? Han sido más las cosas malas que he deseado para la vida de los otros que las buenas y no me siento orgullosa de lo que escribo.

En su libro El amante del volcán, la escritora estadounidense Susan Sontag, escribe: “El deseo exige su perpetuación ad infinitum”, es decir, que nunca se acaba. Podemos desear para bien o para mal y cada vez estoy más convencida de que cada uno de esos pensamientos incluye una carga de energía capaz de hacerse realidad. Una bola de fuego que está en nuestras manos y que, por lo tanto, tenemos la capacidad de controlar.

¿Qué tal si elevamos nuestra imaginación moral para desearle cosas buenas aún a las personas con las que menos compartimos ideas y pensamientos? Puede que la propuesta parezca sacada de un libro colorido de sueños rosas para muchos; pero, si cambiamos nuestros deseos, tal vez podamos terminar tocando de alguna forma nuestro corazón, construyendo un mundo más compasivo y sobre todo comprendiendo que hay que tener mucho cuidado con lo que se desea porque puede cumplirse en el camino.
Como bien lo expresó Víctor Hugo, “el hombre tiene el amor por ala, y el deseo por yugo”.

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