Hace 30 años monté un restaurante italiano en Laureles. El proceso de ponerlo a punto duró casi nueve meses y sin lugar a dudas uno de los aspectos que más tiempo me tomó fue la concepción de su carta, no sólo desde la óptica de su oferta gastronómica, sino más aún desde su diseño y redacción. Recuerdo que de manera reiterativa recurrí a la asesoría de más de un amigo italiano residente en esta ciudad con el fin de evitar la presencia de errores ortográficos. Debo reconocer que aquellos amigos eran todos personas del común con muchos años de residencia en nuestro país, trabajadores natos de oficios varios y completamente ajenos a una estructurada formación académica. Comento lo anterior, pues la discusión sobre cómo se escribía tal o cual palabra se convirtió en “Troya” y por lo tanto, sin el visto bueno de un especialista, me lancé al ruedo. No llevaba dos semanas de funcionamiento, cuando tuve como comensal a un jovencito de gafas trotskistas quien de manera amable – una vez había tomado la decisión de su pedido– me señaló media docena de errores ortográficos en la lengua de Dante. Días más tarde me enteré que mi corrector había estudiado “Literaturas Modernas” en Italia y que gracias a su sabia crianza paternal, me había hecho sus observaciones con tan refinada discreción.
Dependiendo del tipo de negocio y la pretensión del mismo, un eventual error de ortografía es tolerable; algunas veces es tal la tergiversación de los nombres propios de platos y salsas que el asunto no da sino para carcajada; sin embargo, un error ortográfico en una carta de restaurante de categoría es algo inaudito, inaceptable. El asunto no es solo con latinismos, anglicismos y galicismos, pues igualmente los vocablos vernáculos son atropellados a diestra y siniestra. Algo muy frecuente es escribir, no como lo exige la academia, sino como lo pronuncia el pueblo, palabras como frijoles o frisoles; chócolo o choclo, se utilizan popularmente de ambas formas; pero existe un grupo de palabras cuya escritura siempre genera discusiones, ejemplo: quibbe o kibbeh, cebiche o sebiche, bèrnaise o bernesa, sándwich o sánduche, y biftec o bisteak, las cuales deben escribirse en su lengua madre y por lo tanto para resolver la duda, se hace necesario recurrir a los especialistas o consultar en diccionarios especializados. En nuestro medio, los diccionarios gastronómicos brillan por su ausencia, pues quienes deberían tenerlos y consultarlos subestiman su importancia. Me atrevo asegurar que en la mayoría de restaurantes, hoteles, clubes y organizaciones con centro de costos de alimentos y bebidas esta herramienta de trabajo no existe; conozco más de un escritorio y oficina de chef en nuestra ciudad, en donde sólo he observado recetarios, pero jamás un diccionario; en cuanto a las nuevas generaciones de chefs, ellos aún no dimensionan la importancia del término bien escrito y lo mismo les da papa que papá.
Hoy en el mundo del internet la ortografía está mandada a recoger, pues supuestamente la “herramienta diccionario” resuelve todas las dudas; pero bien sabemos quienes trajinamos entre palabras y platos que el buen sabor y la buena impresión de una carta comienza en su ortografía… sino, díganmelo a mí que aún guardo mi achante con mi comensal y discreto corrector: Héctor Abad Faciolince, quien se convirtió no sólo en reconocido escritor, sino en atinado goloso.
Nota: Tres (3) diccionarios para recomendar:
∙ Diccionario de Gastronomía de Carlos Delgado ( El libro de bolsillo, Alianza Editorial).
∙ Glosario Gastronómico de Alice Hoppe Daiber (Grupo Lobby).
∙ Larousse Gastronómico (Ediciones Larousse).
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