Mi aislamiento social preventivo empezó el lunes 16 de marzo, cuando en el país ya se habían confirmado 54 casos de contagio por COVID-19. A partir de ese día me encuentro haciendo teletrabajo en casa, con la compañía de mis dos hijos, de siete y tres años. Hasta el viernes 20 de ese mes nos visitó la niñera que cuida de ellos en las tardes, pero por la contingencia no regresó. Mi esposa se nos unió una semana después.
A nuestras rutinas laborales –que no variaron, con turnos que inician a las 8:00 de la mañana y terminan, en mi caso, a las 6:00 de la tarde, y a las 8:00 de la noche en el de mi esposa–, les sumamos el cuidado de dos niños que ven y sienten a sus padres cerca y disponibles en todo momento.
Los primeros días de la cuarentena asumimos el momento con tranquilidad y adaptación al cambio. Las clases del colegio y la guardería estaban suspendidas, por tanto el tiempo lo distribuíamos entre la televisión, el juego y las manualidades. En nuestros trabajos entendieron que el cuidado de dos niños de esa edad requería comprensión y paciencia, pero la exigencia aumentaría con el pasar de los días.
Cuando el colegio y la guardería reactivaron sus actividades en modo virtual, la angustia nos atrapó. Que le prenda el portátil al niño pero es que no ha desayunado todavía, que le explique qué es Google Classroom pero que apague el micrófono y la cámara, que el otro pidió chocolisto y no se quiere bañar, que de la guardería le mandaron unas manualidades pero ese material no lo tenemos y hoy ninguno tiene pico y cédula, hacele vos porque yo tengo reunión en Zoom y yo también y quién se encarga de ellos. Sin respiro.
La escena se repetía una y otra vez de lunes a viernes y a veces fines de semana, cuando a mi esposa o a mi nos tocan turnos de trabajo que en ocasiones coinciden. En ese ritmo estuvimos por un mes, hasta finales de abril.
Servicio exento, pero…
Siempre estuvimos conscientes de que el servicio de cuidado de niños estaba exento en el decreto del Gobierno nacional –también el de cuidadores de adultos mayores–, pero no nos atrevíamos a solicitarlo, por autocuidado y porque la cuidadora que nos visitaba está en embarazo. Por ella, por su bienestar, seguimos pagando el servicio de forma cumplida, pero preferíamos que se quedara en su casa y se protegiera. Sin embargo, cada día la angustia nos hacía darle vueltas al dilema: ¿qué hacemos?
El aliento no nos alcanzó, y la necesidad fue más grande. Consultamos con la agencia que nos presta el servicio, y nos respondió que desde el 27 de abril retomaría sus actividades, suspendidas desde el 20 de marzo. Llegamos a un acuerdo para que nos visitara otra cuidadora tres veces por semana, y los otros dos días se le pagaran a la niñera que antes de la cuarentena nos visitaba, para ayudarle en su manutención.
Pero no contábamos con Medellín me Cuida Empresas, que apareció en el panorama ese lunes 27 de abril. La agencia debía entonces registrarse, registrar a sus tutoras y cuidadoras, y presentar un protocolo de bioseguridad sujeto a aprobación, que incluía la desinfección del lugar de trabajo de sus colaboradoras; es decir, mi casa y las del resto de clientes. De repente la sala, mi pieza, la cocina, estaban envueltas en el vapor del desinfectante, pero cumpliendo los requisitos para poder contar con el servicio.
El dilema nuestro es el mismo de muchas familias que pasan horas angustiantes en casa junto a sus hijos, tratando de cumplir con todas las responsabilidades, las de antes y las nuevas, un reto para el que muchos no estábamos preparados, pero que debemos afrontar de manera responsable por nuestro futuro y el de nuestros hijos.
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