Comer mejor en el cine

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Me encanta visitar las salas de cine, me dejo fácilmente seducir por los personajes y la capacidad que tienen las películas de hacerme vivir varias vidas, festejo como me envuelve el sonido y las canciones se graban en mi cabeza. Me transporto con la sonoridad de los diferentes idiomas y siento que se apagan las luces y empiezo yo mismo a coquetear con las historias. Pero…

Estoy cansado de las palomitas de maíz, de los dulces saturados de azúcar, de los perros calientes con salchichas radioactivas y salsa para nachos que son un adefesio amarillento saturado de sabores químicos. Esta oferta propia de un restaurante malísimo, me provoca aún más urticaria gastronómica, cuando entiendo los años de trabajo y el cuidado que implica realizar cada cuadro y componer las imágenes de una película.

Y es que comer en el cine puede parecer superfluo, sobre todo si digerir la comida toma más horas que comentar la misma película, y aún así, cada vez que vuelvo al teatro me desplomo de indignación. Y es que, la verdad sea dicha, salgo muchas veces satisfecho por las emociones que genera en mí el cine y disgustado por el estado deplorable de mi estómago después de ingerir (y ver engullir) la más chatarra de las comidas.

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¿Cómo cambiar la oferta alimentaria en las salas de cine?, ¿cómo estimular la creatividad en torno a productos originales, animando a las empresas a inventar, innovar y proponer alimentos sanos, sabrosos y sensibles al momento oscuro y emotivo del cine, adaptados a su consumo en las salas? El objetivo de mi nueva cruzada es sencillo: cambiar los hábitos de los espectadores y evitar que la mala comida chatarra siga apoderada del cine.

No seguir permitiendo que sucedáneos de alimentos monopolicen la oferta del teatro, es que definitivamente no está a la altura del espectáculo.

¿Cómo lograr proponer productos ricos, deliciosos, emotivos, que remuneren bien a su fabricante (y a los promotores de las salas) que se puedan comer sin ruido, sin migas y sin olores desagradables?; y ya que con los años soy menos talibán gastronómico, que se puedan integrar como oferta complementaria a lo ya existente en las salas de cine a un precio competitivo.

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Como con un buen guion, se debe analizar todo: el tamaño del paquete, que debe diseñarse para que sea de apertura práctica y silenciosa una vez instalado en el cuarto oscuro; la historia del producto: privilegiar métodos de fabricación más virtuosos, disminuyendo ultraprocesados. Que sus ingredientes sean los verdaderos protagonistas, no los aditivos químicos que perturban al comensal, como cuando en una película se exceden en efectos especiales y yo me desconecto de la historia.

Cuando como consumidores, miembros de la academia del placer, otorguemos el Oscar del sabor y la calidad a la comida del cine, habremos revolucionado el consumo de alimentos en espacios culturales. ¿Faltará mucho o poco para ese día? Depende solo de nosotros; tenemos el poder de proponer y de comprar, o no, una proyección magnífica y una comida a la altura del séptimo arte.

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