“Toda la cocina es de producto”, le dijo Ferran Adrià a Rubén Zubiri, jefe de sala del restaurante Enigma, de Barcelona, en el escenario de Madrid Fusión 2025. Una obviedad, podría pensarse. Pero, hay que decir que cuando Zubiri aludió al término, se refería a que la cocina del local creado por Albert Adrià, hermano menor de su compañero de tarima, tiene un especial cuidado en la selección de estos productos.
Y así lo confirmó Albert al acompañarlos después. En Enigma hay dos cocineros que se encargan de ir todos los días al mercado de La Boquería a seleccionar estos productos. El tema me hizo ahondar en algo que me da vueltas en la cabeza desde hace semanas, y es la responsabilidad que tenemos al nombrar las cosas. Y la dificultad de hacerlo, más, cuando escribimos.
Me referiré a la cocina, lo que nos compete en esta sección. Además, porque pocos campos han vulgarizado más ciertas palabras. La reina quizás sea gourmet. La voz francesa se ha usado para aludir a personas de “gustos exquisitos”, como dice la RAE.
Pero, también hay tiendas y restaurantes que ostentan ese calificativo. Para mí, entonces, gourmet es un buñuelo, disculpándome con mi amasijo favorito, que en realidad tiene atributos mucho más apetecibles para describirlo: esponjado, redondo, crocante, suave. Igual, los usuarios del término no se sentirían muy honrados de que semejante gordiflón fuera descrito como tal. Por suerte.
Diría que la época gourmet ha ido pasando a mejor vida. Ahora abundan términos como saludable, fit, funcional, local, de barrio, de proximidad, kilómetro cero. Seré yo la primera en esculcarme. Entre tanto que he escrito, no sé cuántas veces, habré usado qué término. El asunto es que, en esa búsqueda por ser una persona y una periodista más confiable, para mí misma, para empezar, me ha llevado a pensar más en el lenguaje que uso y lo que en realidad procuro decir.
La cocinera y escritora española María Nicolau en su última columna de El País de 2024 decía: “Wittgenstein, uno de los filósofos más importantes de la historia, afirmaba que ‘los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo’. Esto es, cómo hablamos del mundo acaba dibujando el mundo del que hablamos. El lenguaje crea la realidad y, más allá de hablar de lo que vemos, cómo hablamos determina lo que vemos y cómo lo vemos. Lo que no decimos no existe”.
Su reflexión era más honda. Empezaba por referirse a los altos precios de los alquileres en España y sus consecuencias en la cocina. “Este año el tema del precio de los alquileres nos ha estallado en las narices, pero no hemos hablado de cómo es hacer la comida o la cena en una cocina de cinco metros cuadrados en un piso compartido con otras tres personas, ni de lo que es sentir un escalofrío en el espinazo, al pensar en la factura de la luz, al hacer el gesto de encender el horno. Hemos pregonado el consumo de proximidad, pero no hemos solucionado el asunto de comprar productos del campo cercano cuando no se pueden guardar en condiciones; cuando te corresponden una balda en la alacena, un estante en la nevera y la mitad de uno de los cajones del congelador”.
Su columna me tocó. Me recordó mi privilegio y mi responsabilidad. Las palabras pueden con todo, la realidad no va siempre por el mismo lado. Tener una voz y espacio en el periódico para alzarla y tener una cocina y comida para preparar, no son condiciones universales. ¿Con qué palabras voy a construir esa prerrogativa? ¿Con qué alimentos voy a crear nuestra dieta? La reflexión limita el camino hacia la gourmetización. Ojalá los restauranteros lo piensen también antes de describir su próxima cocina.