/ Julián Estrada
Soy una gabardina en asuntos de economía, quiero decir: soy completamente impermeable a las discusiones macroeconómicas en las que se debaten encumbrados conceptos con lenguaje especializado. Voy entonces a opinar, con absoluto recato, acerca de aquello que los gurús económicos denominan empleo informal, categoría para mí bastante peatonal, en el más literal sentido de la palabra.
Para nadie es un secreto que esta modalidad de ganar el sustento, exige que su desempeño se haga gambeteando carros, buses, camiones y motocicletas, entre semáforos, orejas de puentes, glorietas, calles y carreras y todos aquellos sitios urbanos donde el trancón es permanente y la integridad física del jornalero corre peligro de igual manera.
Siempre me han llamado la atención las “patotas” de parceros y parceras que se han sabido ubicar en los peajes de las principales carreteras del país. Y me llaman la atención, porque la oferta de estos personajes, además de colorida y aromática, es sin lugar a dudas una muestra perfecta de la más variada gama de sabores de nuestro mecato criollo. Cual pulpos, sus brazos y dedos se multiplican ofreciendo panelitas, cocadas, papitas fritas, platanitos, almojábanas, bocadillos, maní confitado, soya tostada, obleas, rosquitas de sagú, paletas, agua fresca, cremas de choclo y mango biche, cerveza, melcochas, jalea de pata, sapos, barritas de menta, pulpas de tamarindo y el etcétera es del tamaño de un doble troque.
Muchas personas se ofuscan, cuando al llegar a los peajes son “asaltados” por estas hordas de vendedores. Personalmente, cada vez que puedo, antes de llegar a los peajes preparo mi billetera y procuro comprar una variada gama de sabores los cuales al llegar a mi lugar de destino, reparto entre niños y adultos quienes al ver estas golosinas se les alborota el apetito y reconocen la calidad de mi humilde regalo.
Estoy convencido de que este fenómeno de peajes con vendedores ambulantes de mecato, es una modalidad que solo se observa en nuestro país, pues en USA o Europa, los alrededores de un peaje son algo similar a las barreras propias de un campo de concentración.
Espero que al Congreso actual, tan dado a la emulación de lo que se hace en otras latitudes, no se le ocurra legislar contra aquellos colombianos que se ganan el pan diario al sol y al agua. Afortunadamente nuestro espíritu latino, nos permite tolerar este despelote, el cual a la vez nos ayuda a menguar la hambruna que generan las largas distancias de nuestras tormentosas carreteras.
Ojalá este desorden se mantenga y durante muchos años perduren todos los peajes donde nos quitan el hambre a quienes a diferencia de sus vendedores, manejamos siempre la barriga llena y el corazón sereno.
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