Unos lo hacen luciendo sus mejores galas; otros, en ropita de trabajo; y otros ni siquiera tienen chance de treparse al mueble, su miseria los hace invisibles para el resto de los congéneres.
Y no es populismo periodístico, las cifras hablan por sí solas, solo que estamos demasiado ocupados consiguiendo plata –por ambición o necesidad– para ponerles rostro a esos millones de personas que, por no tener dinero ni manera de conseguirlo, se vuelven transparentes para los poderosos del globo y aun para los semejantes del montón que apenas sí tienen tiempo de pagar la osadía de estar vivos.
Populismo el que derrochan montones de políticos que limpian sus conciencias y aseguran sus posiciones privilegiadas, proponiendo –incluso imponiendo– medidas efectistas como la abolición de la propiedad privada, la estandarización de los ingresos, la satanización de los ricos… Utopías negativas (no tengo idea de si la expresión existe) que, aparte de cosechar tempestades, nada consiguen como no sea rasar por lo bajo e intercambiar subsidios por votos.
Este año –los anteriores también, pero este en particular– ha sido pródigo en noticias de esas que nos cuestionan, bueno, que nos deberían cuestionar como sociedad, como humanidad.
¿Estamos ingresando a la categoría –si la hubiera– de mundos fallidos?
Según los resultados del Informe sobre Riqueza Global 2015, publicado hace pocas semanas por Credit Suisse, una de las principales instituciones financieras de Europa, la respuesta es: sí. El uno por ciento de la población mundial tiene casi tanto patrimonio como el 99 por ciento restante. Por primera vez los denominados ultrarricos (34 millones de personas con capitales superiores a mil millones de dólares) poseen el 45 por ciento de la riqueza global. Un récord que por sí solo no estaría ni bueno ni malo –ojalá en todos los bolsillos hubiera plata–, si la brecha que los separa de los ultrapobres no fuera cada vez más ancha, más profunda. Es ahí, en el abismo que marca el término “ultra” –un agujero negro que succiona oportunidades–, donde está la nuez del asunto.
Del estudio se desprende que nunca antes el mundo había movido tanto dinero y había sido tan inequitativo como lo es hoy. Y eso sí que es una vergüenza.
Algo anda mal en la mente universal, cuando la base de la pirámide –en la que llevan del bulto los que no llegan al final del mes y, peor, al final del día–, se engorda y la cresta de la misma se enflaquece.
Algo anda mal, cuando la alimentación de los nueve mil millones de habitantes que habrá en la Tierra en 2050 –para entonces la producción deberá aumentar en un sesenta por ciento– depende de media docena de empresas que dominan el mercado agroalimentario y cuyo poder omnímodo puede decidir no solo qué se come sino cómo y dónde se cultiva y se procesa, y de qué manera se presenta en los supermercados.
Algo anda mal, cuando un tercio de los alimentos producidos para el consumo humano –1.300 millones de toneladas– se desperdicia anualmente, según informe de la FAO. (Para que nos hagamos una idea, la producción neta de alimentos en el África Subsahariana es de 222 millones de toneladas, lo que quiere decir que con los desperdicios, estos países podrían alimentarse durante seis años).
Algo anda mal. Muy mal, gobernantes.
ETCÉTERA 1: ¿Tiene sentido que la revista Forbes explote la “porno–riqueza” año tras año, con el cartel de los diez más adinerados del diván? Tal vez, si el tal ranking hiciera las veces de puente levadizo entre las dos orillas. Pero no, es exhibicionismo.
ETCÉTERA 2: Esta columna dejará de aparecer por algunas semanas. ¡Hasta el 2016!
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